bofe
cuento de terror escrito por Daniel Jung

Julia despertó como cada día de la semana después de posponer hasta cuatro veces el despertador del celular que descansaba sobre su mesa de luz. Lentamente se retiró la anteojera animal print que utilizaba para que ni el mínimo brillo de la luz roja del encendido del televisor entorpeciera su descanso. La habitación estaba apenas iluminado por unos haces de luz que permeaban la persiana del dormitorio en el octavo piso que daba frente al edificio de Desarrollo Social, esa gigante mole de hormigón erguida en el medio de la Avenida 9 de Julio. Abrió los ojos lentamente, lo hacía por costumbre después que leyó un artículo en la Para Ti, que indicaba que un estudio científico reveló que apenas cuando uno se despierta debe abrir lentamente los ojos, porque la córnea se estresa al chocar contra luminosidad repentina y puede acelerar una ceguera irreversible.

Estiró sus brazos, sus piernas, bostezó varias veces mientras, movía cada una de las articulaciones buscando reconocer si tenía un nuevo dolor en alguna parte de su cuerpo. Se sentó en la cama y con pereza retiró las frazadas y sábanas con las que estaba tapada, prolijamente a un costado y bajó sus pies al suelo. Tiritó de frío y se quejó exhalando el aire. Otro día malo estaba por comenzar. 

Pensó en ese frío en la planta de los pies que recorrería todas sus piernas, la ingle y era propicio para que durante toda la jornada sea un problema para la retención de líquidos. Una posible infección urinaria o cualquier otro tipo de enfermedad de riñón que ella no supiera. Buscó sin mirar, con los dedos de los pies las pantuflas, se las colocó y arrastrando sus pasos se acercó al ventanal del balcón, y la calle como la avenida se encontraban tranquilas, algunos bocinazos en el semáforo como de costumbre, pero no se veía demasiada congestión ni cortes de manifestantes. Fue al baño, se sentó en la tabla del inodoro y estaba tan helada como el suelo. Sintió el frío en sus muslos y pensó que en breves minutos un golpe de temperatura podría incrementar el dolor de artrosis que no tenía, pero que seguramente heredaría por parte de la madre, abuela, tías y tres generaciones antecesoras. 

Después de orinar y secarse con el papel higiénico, frente al espejo miró su pelo enmarañado, pajoso de tanto teñido, algunas raíces de canas asomaban en la raya imperfecta que atravesaba todo su cuero cabelludo y mechones desteñidos, desparejos de tonalidad, algunos más claros, otros oscuros. Hizo muecas frente al botiquín, abrió la puerta y tomó el primer ansiolítico y antidepresivo del día. Después, con el gotero, echó sobre su lengua unas gotas de flores de bach, y por su cabeza sacó, enredándose los brazos el camisón, el mismo que usaba su madre antes de morir. 

Abrió las llaves del agua caliente y fue graduado con la fría, mientras el baño se inundaba de vapor. Necesitaba que el baño se aclimatara antes de meterse al agua. Hace unos años en un diario dominical, leyó que un cambio brusco de temperatura corporal podría generar desde un paro cardiaco hasta calambres estomacales. Mientras esperaba, se miraba los dedos gordos de los pies como los movía para arriba, el esmalte saltado de las uñas de las manos, la uña corta de unos de sus meñiques y sin esmalte seguramente perdió la postiza entre las sábanas mientras dormía. Se miró los pezones, se dio asco, todos los días le daba asco cuando se los descubría como dos huevos estallados, pensaba que el frío no era tan malo, era lo único que en el último año los ponía duros, encogidos como dos botones. Se miró las tetas, las movió de una lado a otro las alzaba las toqueteaba de arriba, de abajo, de costado para ver si no tenía ningún ganglio o linfoma. Le daba bronca sentirlas y verlas tan flácidas, caídas como si estuvieran chorreadas sobre su pecho. Pero peor verlas cuando estaba sentada en el inodoro desnuda,  que rozaban el centro de su panza desvencijada y repleta de estrías que rascaba. Se movió con las manos sus antebrazos que pendulaban sus colgajos de un lado a otro. Se maldecía por ser tan haragana y nunca tener ganas de ir al gimnasio, en realidad no iba porque aborrecía los dolores de la actividad física a los dos días después de hacerlas. 

Después de probar que el agua corría por la ducha a temperatura ideal, recordó que debía comunicarse con sus compañeras de oficina del archivo del poder judicial provincial para decirles que se iba a ausentar, porque otra vez amaneció con un mal día.

Caminó desnuda y descalza, pasó obligada frente a un espejo grande rectangular sobre la pared que daba a los pies de la cama. Se miró el ombligo, su cicatriz del apéndice, se vio algo crecido el bello entre sus piernas y se empezó a tocar muy suavemente con la yema de sus dedos la vagina. la sintió blandita, chirlosa, un cuajo  y alarmada pensó que sus labios vaginales estaban caídos, fofos, envejecidos y torcidos como si hubieran sufrido un ACV. Cayó en la idea que debía comenzar a pensar en una cirugía de rejuvenecimiento vaginal, y hacerse una lipo y ocuparse por su culo caído que bien disimulaba con un jeans de calce especial de tiro alto que  contenía la grasa abdominal blandengue.

Después de bañarse,  y sin ropa interior, se colocó el deshabillé, se preparó un té con sacarinas y se sentó en la punta de la mesa esperando que deje de humear. Con su mirada perdida.  Sostenía con las manos la cabeza y sus codos sobre la mesa. Escuchaba el tic tac del reloj de pared que rompía el silencio del monoambiente. Pensaba algo angustiada con un nudo en la boca del estómago. Sintió retorcijones y creyó que podía tratarse de un infarto, pero el brazo izquierdo no daba señales de esa dolencia. Después tuvo calores, y pensó en su momento menopáusico que ya sabía que era normal a sus cincuenta y tantos, no le preocupó, nadie murió de menopausia.  

Con los primeros sorbos que le dio al té junto a la sonrisa de Juan Pablo, su novio desde hacía varios años, que de repente comenzó a extrañar. ya pasarón más de cinco meses que no lo veía y al menos quedaban treinta días para tachar en el almanaque para volver a reencontrarse. Lo  veía por temporadas, él trabajaba seis meses en Buenos Aires con su auto y luego el resto del año viajaba a Marsella para trabajar de Uber en la temporada veraniega, donde hacía una diferencia económica y siempre le traía algún detalle comprado en el Free Shop que a  ella ponía tan contenta. Julia siempre creyó que la mejor manera de tener una relación que perdurara en el tiempo, era  novio con cama afuera. Y estaba orgullosa de haber encontrado un hombre que pensara igual que ella, que tuviera los mismos principios, ideales, hasta coincidían ideológicamente en términos prácticos políticos.  y saber que él, que con medio siglo a cuesta, vivía con la madre, jamás le iba a reclamar tener un hijo, algo que Julia aborrecía, no había nada peor en el mundo que un borrego que se mea encima, lloran de la nada, rompen cosas y la paciencia. Era una convencida, siempre se lo decía a su tía Cristina que cada vez que la visitaba le preguntaba para cuándo un príncipe azul y un hijo. Mira Julia que ya estás bastante pasadita de edad. Y ella, harta siempre del mismo tema, le respondía que los matrimonios siempre dependen de  sus hijos, son el cinturón de castración de las parejas. Con hijos chicos no se coge, no se viaja a la sierra, no se come en restaurantes refinados porque te hacen pasar papelones; escupen la comida, no se puede ir al cine, ni se puede conversar entre amigos, ni andar desnudos por la casa, pero mucho menos  que menos se puede dormir el tiempo que se nos antoja.

Julia terminó de enjuagar la taza y la puso a escurrir, se secó las manos y cuando se dio medía vuelta para ir al dormitorio sintió como le sonó el hueso de la cadera. Fué un sonido más intenso que el segundero del reloj de la pared, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Rápidamente fue hasta el bolso donde siempre tenía algún analgesico, un Ibuprofeno o un migral  y encontró un ibuevanol, el último que le quedaba al blister. Siempre llevaba uno, porque cada tanto sentía dolores de ovarios como en las épocas que menstruaba, seguramente es un reflejo del cuerpo, como los brazos de los mancos. siempre se justificaba cuando alguien la tildaba de hipocondríaca, a los que dejaba hablando solos, se daba vuelta ofendida y entre dientes rezongaba hablando y respondiendo sola, porque nadie más que ella conocía su cuerpo y sus dolencias. Qué más quisiera yo que no tener dolores, que culpa tengo que siempre algo me pasa. Hasta un libro me hace doler los codos. Hasta las cicatriz de apéndice que tuve a los quince años cada tanto me duelen en días de humedad.

Se sentó en el borde de la cama, miró la pantalla del celular, se quedó los cinco segundos viendo el último estado de Juan Pablo tomando roncola en una playa de fondo rocosa. Pasó por el grupo de whatsapp para ver si sus compañeras de oficina le preguntaron por su salud, y solo tenía el doble check azul y ninguna respuesta. Suspiró. Se acordó de su Catamarca natal y sus calles polvorientas. Lloró, se angustió, ahora con un nudo en la garganta, se ahogó en un hipo.

La cara de su tía Cristina. La sonrisa de Juan Pablo. Las chicas de la oficina. Catamarca tan aburrida. El sol brillante sobre su ventana. La gente caminando en las veredas como si nada.  Un sobre de servicio pasando por debajo de su puerta. El golpeteo sexual sobre la pared de su vecino divorciado. La heladera vacía con medio limón marchito. Sus últimas sandalias compradas en Paruolo. El reloj rezongando cada segundo. El suelo frío. Los dolores en su cuerpo. Los ataques de pánico de viajar en subte. Sus tetas derretidas, su vagina caída, sus pelos asomando entre piernas, el cabello desteñido, las cejas crecidas.

Se sintió sofocada, su respiración se volvió más forzada, el corazón golpeaba contra las costillas, escuchaba el bombeo sanguíneo dentro de sus orejas. Su cuerpo entero estaba pálido, sintió ahogarse, se le cerraba la garganta, sus piernas no tenían fuerza para sostenerla en pie y cayó al suelo de su dormitorio. Sus manos temblaban, sus ojos querían salir expulsados de su rostro y al arrastrarse para llegar al celular, sintió como crujieron cada uno de sus huesos y articulaciones. Un hormigueo le trepaba por los pies  y todo el estómago se le acalambró. Cuando logró sentarse en el suelo y estirar los brazos para llegar al celular que dejó sobre la cama. Su cuello se volvió débil, no podía sostener erguida su cabeza y cayó sobre uno de sus hombros. Después,  un intenso desgarro de csrne y se abrieron los huesos e inmediatamente se fue hundiendo el cuello, la cabeza, su cuerpo parecía devorarse así mismo, se hundía en un abismo tan insospechable como tan incierto como la vida después de la muerte y se fue succionando sus hombros, sus brazos hasta desaparecer íntegras sus manos y dedos. luego su pecho y en medio de la habitación quedó medio cuerpo de Julia.

Por unos segundos hubo unos largos segundos de silencio hasta que comenzó a crujir sus caderas, y por el orificio de entre sus piernas, asomó su cabeza envuelta en una mucosidad transparente. Aparecieron las manos, los brazos y medio torso. Y en ese mismo momento, el orificio de arriba se terminó tragando todo el resto del cuerpo que quedaba hasta que desaparecieron hasta la punta de sus pies que volvieron a salir por el otro agujero. El cuerpo de Julia se había dado vuelta como quien se quita un pullover a los medias y quedan del revés.

Julia cayó al suelo, ya no era más Julia, no tenía piel, ni dedos, era una masa de carne, rosada babosa y enredada por sus tripas. Apenas se reconocían sus extremidades todas venosas. No tenía boca, solo un agujero empantanado de hilos de mucosidad transparente. Era un renacuajo gigante en medio de la habitación, sobre el suelo en una sábana líquida viscosa. Estaba sola, y apenas se escuchaba como respiraba suave, cada tanto emitía el sonido de un hipo.