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EL ULTIMO ACTO DE LA BESTIA

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EL ULTIMO ACTO DE LA BESTIA

La habían llevado monte adentro, cruzando el arroyo que se perdía en el horizonte de arbustos y arboleda verde impenetrable que parecía tragarselo. Por ese bosque se hicieron camino sorteando todo tipo de obstáculos, cada pisada, cada rama resquebrajándose bajo las suelas de sus zapatos, alarmaba incontables pájaros en las copas de los árboles que salían volando despavoridos en una nube gris que se dispersaba. El sonajero de un cascabel debajo de una piedra, el canto de un búho despierto y pasos pequeños de comadrejas. Ella y él estaban agitados, el camino se les hizo más largo de la cuenta. En varios momentos del trayecto dudaron, si no erraron la dirección. El peso que llevaban encima los ponía molestos, mofaban, se reprochaban y el cuerpo inconsciente con la cabeza desvanecida que llevan colgado de sus hombros cada metro se volvía más pesado. 

La joven morocha moribunda arrastraba la puntas de los pies descalzos ensangrentados, su vestido blanco amarillento de sudor del calor espeso del verano, estaba rasgado por los ramerios. Su pelo azabache desgreñado era un tapial en su rostro con ojos semicerrados con la mirada ida. Cada tanto lanzaba gemidos de dolor.   

En un momento dado, cuando dejaron caer el cuerpo de la joven al suelo por cansancio. fatigados y transpirados, con las bocas resecas de sed. Aurora sentía desvanecerse, mientras que Nicanor atinó apoyarse sobre un tronco y en una suerte de la última esperanza, divisó a lo lejos, en una pendiente, después de un descubierto donde pegaba de lleno el sol radiante de la media mañana. Aparecían cinco árboles, los más altos y frondosos, debajo, en el centro de ellos, estaba la choza de paja que buscaban. Apenas recuperaron el aliento, acomodaron los brazos de la joven nuevamente por encima de sus hombros, y como un costal, de un tirón llegaron hasta la puerta.

Después de varios gritos llamando a quien buscaban, escucharon la voz ronca de una mujer que los invitaba a pasar directamente. Los pies de la joven, dibujaron un surco en el suelo de tierra húmeda. Entraron a la pequeña habitación con una cama en altura. La vieja, como se la conocía, nadie sabía su nombre, tampoco le interesaba, con señas indicó que la recostarán sobre el camastro desvencijado.  

Isabel, la joven, apenas murmuraba en un intento vago de conciencia.Su cuerpo no le respondía, apenas daba señal de resistencia moviendo de un lado a otro la cabeza.

-Hay que apurar las cosas, se le está yendo el efecto del brebaje. No se olviden que tiene sangre india en sus venas, si se recupera, no vamos a poder domar la fiera. – advirtió Aurora exaltada moviéndose de un lado a otro sin saber qué hacer. 

Nicanor se hizo a un costado y miraba por el agujero de la ventana, el paisaje verdoso salvaje, mientras acariciaba con sus dedos su delgados bigote. Se quitaba el sombrero panameño y secaba cada tanto su frente con un pañuelo delicadamente doblado en cuadro en su bolsillo trasero del pantalón. Se esforzaba para no mirar lo que hacían a sus espaldas las mujeres.  

La vieja agarró de un costado un ramillete de hojas diversas secas, se podía oler laurel, y empezó a pasarlo por el cuerpo de Isabel, como quien pasa un plumero por encima de muebles destartalados.

-Usted. Tómela de la piernas y deje los nervios para otra ocasión – ordenó la vieja a Aurora, que por ese entonces se acomodaba los rulos recién hechos el día anterior para una reunión del Rotary del pueblo. – y usted no se haga el pavo. Deje de hacerse el distraído que es por el bien de su familia. Venga y sostenga de los brazos. Esto solo me tomará un momento. -Nicanor como quien no quiere la cosa, se acomodó a la altura de la cabeza de Isabel y con fuerza la tomó de las muñecas con los brazos extendidos.

Isabel se zamarreaba. La vieja, a la fuerza le metió un pedazo de rama entre sus dientes para que muerda. La Comadrona le alzó el vestido hasta la altura del ombligo, le quitó de un tirón la bombacha manchada de humedad. Pasó su mano arrugada y pecosa primero apretando sus senos, y con la mano abierta por el vientre apretando de un lado a otro, mientras a Isabel le rodaba las primeras lágrimas sobre su mejilla.  

 -Está preñada hace unos tres meses – dijo la vieja alzando la mirada al matrimonio

-Haga lo que tenga que hacer…-dijo en una tartamudez de nerviosismo Nicanor, mientras la transpiración fría le corría por la sien.

La Comadrona, se arremangó, abrió los muslos entumecidos de Isabel y le metió primero un dedo, después dos, mientras la joven se retorcía en llanto de desesperación. La mujer sacó los dedos y los olió.

-Ahora llora la mocosa. Bien que cuando anduvo revolcándose, segurito que andaba alegre. – dijo la vieja dijo en su sonrisa cuarteada.

-No queremos más disgustos, últimamente venimos con uno detrás de otro -dijo Aurora con voz angustiada.

La mujer que caminaba jorobada, torcida, renga y chueca chancleteaba sus alpargatas percudidas, caminó hasta la cocina, sacó de un frasco de vidrio donde tenía perejil en agua, pelo las hojas dejando varios cabos, los ató con un hilo haciendo un nudo y se los metió hasta perderlos de vista, empujando con la yema de sus dedos que los dejo tapando el orificio para que no salieran escupidos.

-Esto le va a provocar un sangrado y en un coágulo va a perder la cría. – dijo mientras entre sus dedos largos encendía un cigarro de hoja.

Esperaron un tiempo prudencial 

-La próxima vez, si vienen, con estos asuntos, no esperen demasiado. Los críos cuando más tiempo están en la panza, más difíciles se hace sacarlos, son garrapatas, se agarran de una manera que cuesta desprenderlos.

Viendo que el perejil no surtía efecto. La Vieja acudió a un rosario viejo lleno de telarañas y lo puso sobre el vientre de Isabel, murmuraba entre labios una oración, un rezo incomprensible , igual a cuando curaba el empacho. Agarró dos agujas de tejer gruesas sin punta, las frotó en alcanfor y se las metió y sacó varias veces hasta perder la cuenta pero hasta verlas mojadas y rosadas y al cabo de uno minutos comenzó a brotar un hilo de sangre, hasta formar un charco al pie del camastro, donde terminó cayendo un pedazo oscuro que lamieron unos perros que andaban merodeando. Con sus hocicos llenos, los espantó y huyeron con el rabo entre las patas por donde vinieron. 

Isabel había cambiado de color, ya no era esa mujer de piel trigueña, estaba pálida, ojerosa y completamente desvanecida.

La vieja casi a los gritos moviendo los brazos, los obligó a irse “el trabajo está hecho” váyanse por donde vinieron” y se persignó mirando al techo.

Aurora y Nicanor se la colgaron de sus hombros y regresaron sobre sus pasos. Al llegar a la veda del arroyo, se miraron entre si, le corrieron el pelo que tapaba su rostro, la tendieron en el suelo. Nicanor se arrodilló para poner su cara cerca de su nariz e hizo un no con su cabeza.

Se agarraban la cabeza, miraban para un lado y otro. Estaban desesperados.

Aurora lo tomó de las manos -Hay que mantener la compostura- y le dio un pequeño cachetazo para que reaccionara. y agarrados fuertes salieron como si nada del portal natural del bosque. Cruzaron la ruta, y bajaron al pueblo que yacía en una olla. Caminaron disimulando una sonrisa forzada a cada vecino que se cruzaban. La distancia hasta su casa parecía infinita pero lo habían logrado. 

Lo primero que hicieron fue desvestirse, meter en una bolsa la ropa, se bañaron y se volvieron a refregar las manos y cara, y como algo natural se vistieron en tonos pasteles.

Esa noche, como cada noche puntual, se sentaron a la mesa. La cena estaba lista por Fulgencia, la Ama de llaves, una mujer de espalda grande como su barriga y su trasero y sus piernas gruesas llenas de varices .

Fulgencia se puso a servir los platos, cuando Casimiro el único hijo del matrimonio, veinteañero de tez blanca y ojos azules alto y estilizado, sin decir una sola palabra, se sentó sin decir una sola palabra. Se colocó una servilleta al cuello y otra extendida sobre sus piernas. 

Cuando la mujer terminó de servir, Casimiro noto ciertos rasgos en ella de preocupación, -Perdone mi intromisión ¿le anda pasando?

-Nada joven,  estoy algo preocupada porque Isabel desde temprano se ha ido y aún no ha vuelto… Es raro, ella andaba dispersa hace unos días pero contenta, ansiosa, como cada año cuando llega esta fecha. Hoy la niña cumple catorce años. Quizás esta media ofendía, no se. Antes de ayer discutimos porque me había pedido como regalo un vestido lindo que vio colgado de la vitrina de la mercería, y le dije que debía esperar a fin de mes. Que se yo… son muchas emociones juntas. Perdon que les cuente esto, justo cuando están por cenar en familia.

Aurora parecía atragantarse con el primer bocado de pollo, tomó un trago de vino.

-No se preocupe amor mío, usted es una gran madre, ella lo va a saber comprender, no creo que se haya ido por ahí enojada, más, si andaba contenta… Seguro se entretuvo y perdió noción de la hora.

-Incluso hoy a la noche íbamos a quedarnos a ver constelaciones -Dijo Casimiro, mientras terminaba de cortar un pedazo de carne.

Fulgencia se retiró con la cabeza gacha y el matrimonio cenó en pleno silencio esquivando las miradas. Solo se escuchaban los ruidos de los cubiertos.

El matrimonio miraba a su hijo, quien cada tanto entre bocados les devolvía una sonrisa, hasta que se sintió intimidado, comenzó a incomodarse hasta no soportarlo. Dejó los cubiertos posados sobre el plato en agujas de reloj que marcaban las cinco y veinte, limpió sus labios con la punta de la servilleta que colgaba del cuello de la camisa

-¿Les pasa algo? tienen actitudes sospechosas.

Nicanor tomó el último sorbo de vino en su copa tallada.

-Cada tanto se vuelven raros.

-¿No tenés nada que decirnos de Isabel?- dijo su madre

-No. Nada. ¿Qué debería decirles? En todo caso, vos papá, podrías hacer algo, con tus influencias, seguro el comisario saldría corriendo a buscar a Isabel.

-Seguro. -dijo Nicanor, en tono cortante y severo.

Casimiro dejó las servilletas de tela sobre la mesa y se fue pegando un portazo dejando a sus padres a solas. Aurora corrió la silla hasta la punta de la mesa, donde estaba sentado su esposo, casi a hombros pegados, ella lo tomó de la mano entrelazando sus dedos.

DURAND, Asher Brown_Un arroyo en el bosque, 1865_533 (1980.79)

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