Para muchos lo que voy a decir es un despropósito, pero debo confesar que jamás he leido Casa Tomada de Julio Cortázar. Si bien he leído varios cuentos de él y me encanta su narrativa, con este cuento corto, tengo algo particular. Desde el primer momento de saber su existencia y conocer su título, tuve una sensación especial. Para mí, que me encantan las historias de suspenso y de terror, es el nombre perfecto para una historia de ese tipo, y por esto, más que leerlo, siempre me gustó imaginarme de qué trataba. Lo mismo que a muchos cuando se enteran que tal película está basada en un libro y prefieren primero comenzar con la novela antes que pasar por el celuloide, porque si fuera al revés sienten que rompen la construcción imaginaria de la historia y los personajes. Con Casa Tomada, me pasa exactamente lo mismo, tengo en mi cabeza la idea de cientos de historias de casas repletas de espíritus y se, que al leerla, podría decepcionarme por lo que yo creo que debería pasar.

Esto que me pasa con este cuento en particular, viene sucediendo hace ya más de veinte años, pero en los últimos días con una idea de cuento rondando mi cabeza, el nombre de Casa Tomada, tomó mi mente y no la pude abandonar más, es por esto que escribo, para sacarlo, expulsarlo de adentro mío, porque ocupa un lugar sin permitirme progresar en los otros escritos que estoy haciendo, es una historia que me perturba, me persigue en la mente día y noche y hace varias semanas que trabajo y cada vez que avanzo, retrocedo, porque siempre tengo algo nuevo que agregar, porque esta historia está basada en un hecho real.

Apenas pienso en Casa Tomada, pienso en algunos sucesos que conozco hace varios años sobre una casa de familia. Una casa que aparentaba completamente normal, una casa grande de 3 dormitorios a los que se llegaban por un angosto y largo pasillo, un living que llevaba directo a una cocina amplia e iluminada. La vivienda tuvo varios dueños. Hace más de cuarenta años, Josefina, fue la primera que conocí, una mujer solterona y cincuentona con cara de loca y el pelo cortado desparejo. Vivió por más de dos décadas sola, después que su madre muriera repentinamente. La tristeza de la soledad, dicha por ella misma, la estaban volviendo loca y en la desesperación le pidió al hermano, que vivía con su esposa e hijos, que por favor la dejen irse a vivir con ellos. De un día para el otro, el camión de mudanza estaba plantado frente a la vivienda, cargó algunos muebles, ropa, le regaló unos macetones grandes redondos a mi madre y con lágrimas rodando por su mejilla partió, nunca más se supo de ella. La pusieron en venta y no tardaron demasiado en conseguir los nuevos dueños, un matrimonio con 3 hijos. Ellos no vivieron demasiado, no llegaron ni siquiera a un año. Una noche, el barrio cenaba una sorpresa que venía por todos los rincones del barrio. Un comando policial rompió la paz del barrio, con policías caminando por los techos, barricadas en las esquinas y un helicóptero zumbando en los cielos con un intenso reflector iluminando hacia abajo. De pronto estábamos todos espiando por las rendijas de la puerta, mi mamá colgada de la ventana, vimos como se los llevaban presos a cada integrante con las manos esposadas por detrás. A los pocos días nos enteramos que eran integrantes de una banda de delincuentes que robaban a mano armada en la capital.

Pasaron los meses, la mujer apareció un día cualquiera con un camión de mudanza con uno de sus hijos, de quien me había hecho amigo, y se fueron para siempre. Desde ese entonces la casa pasó un tiempo deshabitada y abandonada. El pasto había crecido, saliendo entre las baldosas, la pintura se resquebrajó, las rejas de los ventanales todas oxidadas y la persianas de madera del frente se habían desvencijado. La fachada de la casa daba sensación de lúgubre, fría y húmeda. No voy a olvidar la noche que una vez, mi padre vino de trabajar y después de saludarnos a todos, llamó a un costado a mi madre y en voz baja le contó que había visto las luces interiores encendidas. Casi por instinto se colgaron de la medianera baja y espiaron, pero no vieron presencia, ni ruidos, ni nada sospechoso, solo los grillos y algunas luciérnagas enmarañadas en el pastizal del fondo.

Al año, una pareja de recién casados compraron la casa, casi nunca estaban, se iban temprano y volvían tarde. El era farmacéutico, trabajaba en el negocio familiar y ella lo acompañaba a sol y sombra. Muchas noches de la semana de guardia, la pareja venían poco y nada, y nunca se sabía cuando estaban porque ni siquiera  se lo escuchaba. Varias veces mi padre volvió a ver luces interiores encendidas, pero ahora estaba despreocupado porque podía tratarse de los nuevos dueños de casa. Como vecinos estábamos tan acostumbrados, que una de esas tantas veces que se vio las luces del interior prendidas, habían sido ladrones que irrumpieron en la casa deshabitada y  la desvalijaron por completo. Algunos vecinos, cuando se empezó a correr la noticia en el barrio, culparon a los viejos dueños que aprovecharon que no habían  cambiado las llaves.

La pareja se sentía insegura y al cabo de unos años la vendieron a un matrimonio con hijos. Desde ese entonces la idea de casa maldita empezó a cobrar protagonismo. 

La pareja con un hijo y otro en camino, habían visto en esa vivienda el sueño de la casa propia, el sueño de tantos años de ahorros y sacrificio. Se tomaron unos meses para acondicionarla y viviendo empezaron a remodelarla ampliando la cocina, haciendo un baño nuevo, un quincho y una piscina. Los años pasaron, el bebé recién nacido tenía cinco años y una tarde a la salida del jardín, la madre como siempre lo pasó a buscar y parado a punto de cruzar la calle, un auto a toda velocidad pasando a otro, sin ver que venía de frente una rastrojera desvencijada, lo esquivó finamente en tiempo y espacio, pero el conductor de la camioneta asustado pegó un volantazo subiéndose a la vereda atropellando a la madre y al niño que murió en el acto. Desde ese entonces la mujer pasó meses en coma, evolucionando pasó a terapia, soportó  trece cirugías de hueso e injertos de cadera y a pesar del diagnóstico negativo, con años de tratamiento volvió a caminar con bastón. Su cuerpo roto había mejorado más de la cuenta, pero mentalmente por la pérdida de su hijo estaba destrozada psíquicamente. Tenía días buenos y otros  que no podía ni levantarse de la cama de la depresión. Tomaba ansiolíticos y antidepresivos, veía a su hijo en los espejos que terminó por romperlos a todos en ataques de histeria y de llantos. No podía ni ocuparse de su hijo mayor y con el paso del tiempo fue empeorando hasta que un día, que ella se encontraba plácidamente planchando sentada en la punta de la mesa, vino su esposo, se quedó parado mirándola apenas diciéndole hola, apoyado en el marco de la puerta esperando una reacción de ella. Cuando levantó la mirada, sin inmutarse, le dijo si quería ponía agua para hacer unos mates. Su esposo negó con la cabeza y dijo que nunca tomó mates, que no le gustaba y que siempre le había parecido un asco. Ella sacó de la tabla portátil de planchar un cuello de camisa de él y la dio vuelta para pasarle la plancha caliente del revés. Volvió a levantar la mirada y él seguía firme sin inmutarse esperando volver a encontrarse con su mirada en medio de  un silencio cortante. Su marido respiró hondo y le dijo me voy. Ella quedó con las palabras guardadas con sus labios temblando y sus ojos perdidos en un punto fijo, mientras él se dio media vuelta yéndose al dormitorio, preparó un bolso, saludó a su hijo y se marchó. 

La mujer tuvo que sacar fuerza de donde no tenía y como pudo con el correr del tiempo, empezó a levantarse, aunque siempre desalineada, batón y pantuflas, mandaba a su hijo hacer mandados, ella cocinaba. Cada tanto el marido le hacía transferencias bancarias que apenas alcanzaba para llegar a fin de mes, por lo que no tuvo más remedio que pedir prestado al diariero los clasificados. Así estuvo meses yendo a todo tipo de entrevistas pero no conseguía ningún empleo hasta que un día vió que en el interior buscaban una casera para una casa de campo, puso en venta la casa y un amanecer invernal, con su hijo a cuesta partieron en tren.

La casa volvió a estar sola un tiempo largo. La inmobiliaria más importante del barrio intentaba venderla, pero siempre por diferentes motivos, se caía la venta, la dueña necesitada de efectivo, volvió a ponerla en alquiler, mientras le encontraran un nuevo comprador que nunca llegó. En ese momento apareció la anteúltima familia que la habitó por casi diez años.

Él, de sesenta años y remisero, ella ama de casa con tres años más. Un mediodía, el hombre que estaba trabajando, volvía de un viaje, aprovechó que le quedaba cerca la casa, frenó para pasar al baño y como la mujer justo había preparado marineras con puré, aprovechó almorzar en familia. Comió apurado, casi tragando sin masticar. Luego del último sorbo de agua de la copa, el hombre comenzó a sentir pesadez estomacal, sosteniéndose la barriga caminó hasta el baño, inmediatamente náuseas y mareos no podía sostenerse de pie. Con el pantalón desabrochado y a pasos arrastrados, caminó hasta su dormitorio y se tendió en la cama boca arriba. Sentía la respiración fatigada, buscaba dar bocanadas de aire, mientras miraba el techo de su cuarto con el ventilador encendido en mínimo, el dolor no sólo no cedía, sino que era más agudo, bien en el centro de la boca del estómago. Llamó a los gritos desesperados a su mujer para que le traiga reliveran, pero cuando la mujer llegó con la pastilla y el vaso de agua el hombre ya estaba muerto de un infarto con los ojos y la boca abierta. Llamaron al médico pero no hubo más nada que hacer. A los meses, su hija mayor que vivía con ellos con su esposo, terminó separándose después de varias idas y vueltas con gritos y portazos que se escuchaban en toda la cuadra en lo profundo del silencio de las noches. La viuda con sus hijas, decidieron mudarse  al centro de la ciudad, necesitaban un cambio de aire.

Cada semana, había un desfiladero de interesados por alquilarla, con el recorrido del promotor de la inmobiliaria oficiando como un guía turístico que mostraba cada habitación resaltando las bondades de la vivienda; ambientes amplios, entrada para dos vehículos, todos los servicios, porcelanato nuevo en el baño, quincho, accesos cercanos al transporte público y a sólo nueve cuadras del centro comercial, pero ninguno se decidía. La dueña tenía miedo que el desuso y la falta de un inquilino haga caer en descuido la casa, por lo que llamó a un vecino, amigo de uno de sus hijos para que cada tanto se quedara a dormir, para evitar usurpación y le mantenga prolija la vista del jardín del frente, cortando el pasto y cuidando sus plantas coloridas, además de prender una luz del frente cada noche y apagarla por las mañana antes de irse a trabajar. 

 Aprovechando que la casa estaba sola, una tarde de sábado telefoneó  a su novia para pasar la madrugada juntos. Unas horas antes llevó un colchón poniéndolo a lado del hogar, compró una botella de vino, dos copas, esperó que anochezca y como lo habían pautado, Mariela en punto llamó tocando el timbre. Apenas entró, caballerosamente por la espalda ayudó a quitarle el tapado, luego ella se dio media vuelta y entrelazando sus brazos por el cuello de él se besaron apasionadamente. 

-Tengo preparada una sorpresa – caminó a paso ligero hasta la cocina.

Mariela se quedó calentándose sus manos sobre la estufa, cuando un frío intenso inundó la habitación como si de repente se hubieran abierto las ventana y entrara un soplo intenso de viento, pero la ventanas estaban completamente cerradas. Sintió una sensación especial, rara, se le erizo la piel, sintiendo escalofrío en todo su cuerpo. Cuando llegó él, con la botella descorchada y las dos copas de vino la vio perpleja.

-¿Pasó algo? preguntó él mientras servía las copas.

-Tuve una sensación rara. De repente vino como una ola de frío, como si me hubiera atravesado el cuerpo entero. 

-Pero esta todo cerrado, la estufa prendida

-Eso es lo raro….

Le dio un beso en la boca, sirvió las dos copas, brindaron bebiendo algunos sorbos. La volvió abrazar buscando otro beso intenso, pero ella lo separó amorosamente acariciando su rostro, quedándose en silencio y cabizbaja, Leandro volvió abrazarla pasándole la mano por la espalda. Mariel volvió su mirada sobre sus ojos mientras sostenía su cara, le pidió permiso que debía ir al baño. Tomó su cartera y apenas abrió la puerta cruzando la arcada, volvió a sentir el frío intenso entumeciéndose por completo. Apuró los dos pasos que la separaban del baño y trabó la puerta con pasador. Su respiración estaba agitada, abrió el cuello de su polera sintiéndose asfixiada. Su corazón latía más fuerte, tomó coraje y volvió abrir la puerta y el mismo intenso frío parecía estar esperándola,  ahora además, escuchaba una respiración jadeante ronca masculina que provenía de la oscuridad del fondo del pasillo. El pánico la paralizó, hacía fuerza en el picaporte para abrir la puerta y no lo lograba, mientras sentía como la respiración se escuchaba más de cerca. Pegó un grito de espanto,  Leandro abrió  del otro lado y ella se abalanzó sobre él abrazándolo fuertemente diciéndole que tenían que irse. 

Todavía no podía creer lo que estaba sucediendo estaba desconcertado, y a modo de tranquilizarla le preguntó qué sucedió o si vio algo raro fuera de lo normal. Ella no podía hablar, tartamudeaba con la respiración agitada mientras seguía aferrada al cuello de él diciéndole al oído hay alguien en la oscuridad. Sin soltarla, estiró uno de sus brazos, tocó la llave de luz y encendió todo el pasillo para que se quedara tranquila y pudiera ver con sus propios ojos que estaban solos. 

Leandro intentó tranquilizarla, despacio la fue soltando para caminar por el pasillo y revisar cada uno de los cuartos, a pesar que ella le pedía que por favor no lo hiciera, que había que irse, le pidió que se tranquilizara que todo iba a estar bien, y comenzó abrir cada una de las puertas y encender las luces de cada dormitorio, a pesar de estar completamente vacíos sin muebles, revisaba hasta detrás de las puertas y no había indicios de ninguna presencia, hasta que abrió la puerta del fondo del pasillo y vivió en carne propia un aire intenso helado. Encendió la luz y el ventilador de techo estaba andando a toda marcha. Inmediatamente lo apagó y se quedó pensando sin encontrar explicación, ya que hacía media hora había estado en todos los cuartos cerrando las ventanas con trabas y jamás encendió más que la llave de luz. Ni siquiera se le cruzaba por la mente encenderlo en pleno invierno, pero inmediatamente se dio media vuelta y restándole importancia dijo que a lo mejor había sido por un descuido que al tocar la tecla de luces sin querer activó al ventilador. Se lo decía para darle calma a Mariela, pero él no se lo estaba creyendo, porque por más que hubiera sido así, jamás hubiera dado vuelta hasta la quinta posición la perilla. Apagó las luces cerró la puerta haciendo fuerza, y cuando volvía caminando por el pasillo, las luces se volvieron intermitentes hasta apagarse por completo, en ese momento sintió el mismo pánico que ella, la misma respiración profunda y jadeante como si se tratara de un hombre obeso que le costaba respirar, exhalando el aire en un ronquido. El pasillo, en la desesperación, parecía estirarse, los pasos se volvieron interminables hasta Mariel, que gritaba desesperada en un llanto. Leandro llegó a ella, cerraron la puerta que daba al pasillo, luego la que daba a la cocina y se quedaron completamente encerrados en el estar, que a pesar de la estufa encendida hacía un frío invernal denso. No llegaron a beber ni las copas servidas, que se colocaron las camperas y nunca más volvieron a la casa. 

A pesar que Leandro tenía el compromiso con la dueña de mantener el jardìn en condiciones, encender las luces por la noche y apagarla de día. Desde ese entonces en cada atardecer enroscaba la lámpara del frente para desenroscarla por las mañanas y asi nunca más tuvo que poner un pie adentro.

Pasaron unos meses hasta que llegaron los nuevos inquilinos, como siempre acompañados por el promotor de la inmobiliaria que desganado y ojeroso bajó esa mañana de su auto para abrir la casa y mostrarsela a un hombre y una joven niña. Había perdido la cuenta de las innumerables parejas de recién casados, novios y familia que a lo largo de los meses la habían visitado. A todos a último momento les pasaba algo y por diferentes razones terminaban desistiendo. Muchos se justificaban diciendo que encontraron una mejor propuesta mas centrica, otros, que el banco no les daban el préstamo acordado para la garantía. A una pareja, el de 25 y ella 21 años recién cumplidos, una semana antes de firmar el contrato tuvieron un accidente mortal en la ruta provincial veintinueve. 

En cambio Pablo y Carolina, a pesar de la mala predisposición del martillero, comenzaron a mirar la casa encontrándose con todas las paredes repletas de hongos y humedad, el suelo pegajoso,  la canilla del baño goteando, el pasto del fondo crecido y un olor a encierro penetrante. Después del recorrido, se sintieron satisfechos, con una alegría pintada en sus rostros. Los dos sonreían mirándose y se saludaban como amigos golpeándose las manos. Lo miraron al vendedor diciéndole que les había gustado y que la alquilaban. Estaban exultantes, como amor a primera vista. El martillero con una expresión falsa de sonrisa forzada, ni tuvo que despacharse con el speach comercial que siempre utilizaba. Esta vez sacó rápidamente de su carpeta los papeles del contrato que tenía preparado, señaló con una cruz donde debía firmar, aclarar la firma y escribir el número de dni. Entregó el manojo de llaves y de prisa por miedo al arrepentimiento, subió al auto y se esfumó en un santiamén.

Pablo era un cuarentón que prematuramente había enviudado y desde ese entonces con su hija Carolina habían creado un lazo, que si no fuera por la diferencia de edad, le llevaba treinta años, parecían amigos de toda la vida. Se reían, se miraban cómplices y largaban carcajadas sin que los demás entendieran. Eran amantes de lecturas, les encantaban los libros extensos, con un fetichismo exacerbado por los de tapa dura. Con los años fueron armando una biblioteca variada y extensa donde predominaban las novelas fantásticas y  de aventura,  entre las que resaltaba un ejemplar de los 80 en color rojo de Las aventuras de Arthur Gordon Pym.

Con los años y después de la muerte de la mujer, se convirtieron en ermitaños, no les gustaba salir, si no era al cine y de vez en cuando a comer en alguna hamburguesería. Pero nunca pasaban más de cuatro horas afuera. La casa se les había vuelto acogedora, aprovechaban los fines de semana para pintarla, compraron cuadros, lamparas, sillones nuevos, remodelaron la cocina, compraron muebles nuevos para los dormitorios. Pasaban madrugadas enteras amaneciendo jugando a la Xbox, mirando películas por streaming o alguna de las cientos de películas que tenían en DVD.

Los días de semana, Pablo solía quedarse dormido antes que terminara la película tendido en el respaldar del futón. Carolina debía despertarlo y casi sonámbulo dirigirlo para que no se topara contra ninguna pared, hasta caer tendido en la cama, donde muchas veces amanecía con la ropa del día anterior, apenas cubierto por una colcha que su hija le colocaba antes de irse a su habitación. Ella en cambio seguía muchas veces despierta hasta el primer aclarecer de la mañana. En una de esas tantas noches, Pablo se dio media vuelta en la cama, revoleando el brazo por el aire y se encontró que de un lado de la cama  había un cuerpo recostado, se despertó con la respiración cortada, como si se tratara de una pesadilla, era ella que estaba pegada a él con los ojos abiertos de par en par mirando el techo. A lo largo de los meses, la situación se fue repitiendo, hasta que definitivamente adoptó la costumbre de dormir siempre con su padre  y dejar su dormitorio, del fondo del pasillo completamente con la puerta cerrada. Varias veces tuvieron charlas al respecto, que debía ser más responsable con los horarios y debía hacer uso de su espacio, un dormitorio  con todos muebles nuevos, biblioteca para sus cómics, posters de ídolos pops, televisor y computadora. Ella insistía que quería dormir con él. 

Pablo no sabía cómo preguntárselo, tenía miedo de escarbar en la fatídica noche que su esposa decidió quitarse la vida, fue Carolina quien la encontró muerta desparramada en la cama con un frasco de sedantes vacío en una de sus manos. Buscando una respuesta trasladó la problemática a su sesión de terapia de cada semana, 

-Debe tener paciencia, ella a pesar que esta bien con usted, y que incluso pudieron cambiar de casa, hay que darle tiempo, es muy prematuro la pérdida de su madre, siempre es duro la pérdida de un ser querido. Reacciona yéndose a dormir con usted porque tiene miedo de perderlo, siente la necesidad de cuidarlo cuando duerme, sentir su respiración, eso le debe estar dándole calma.

En ese atardecer, Pablo salió de terapia desconsolado, sentía tristeza ajena, pensaba en el dolor de su hija y que a pesar de los esfuerzos para hacer que su dolor disminuya, se había dado cuenta que era todo en vano y la situación lo estaba superando, sentía frustración por no poder ayudarla más de la cuenta. Aun retumbaban en su cabeza las palabras de la psicóloga y se decía así mismo que iba a plantearle la situación a la licenciada que atendía a su hija. En ese transcurso, mientras viajaba a su casa en subte, en una de las estaciones vio una publicidad de Turismo de Entre Ríos. Inmediatamente pensó que el fin de semana siguiente era largo con el feriado del 17 de agosto y apenas llegó a su casa saludó a su pequeña que estaba terminando la tarea del colegio, encendió la computadora y alquiló una cabaña a unas cuadras de las termas de Villa Elisa. Alegre se acercó a ella, que festejó la noticia. Inmediatamente del celular comenzaron a mirar las cosas que podían hacer ese fin de semana; disfrutar de una tarde de piletas de agua caliente, visitar el Palacio de Facundo Quiroga o incluso perderse por los senderos del Parque Nacional El Palmar. 

Apenas levantaron los platos y mientras ella buscaba en su caja de DVD alguna película como si se tratara de un ritual nocturno, él aprovechó a llamar a su amigo Jorge y le pidió si durante el fin de semana le cuidaba la casa, que quería salir con su hija de viaje, pero tenía miedo de dejar la vivienda sola. Su amigo no titubeó y el viernes a la noche justo cuando Pablo llegaba de trabajar, Jorge lo estaba esperando en la puerta. Le entregó las llaves, le mostró que le había dejado suficiente comida en la heladera, le dio la clave de Wifi y la de Netflix, se saludaron con un abrazo, Jorge le palmeó la espalda deseándole buen viaje, luego se agachó a saludar a Carolina que rápidamente se subió al auto en el asiento trasero y salieron perdiéndose en la vuelta de la esquina.

Jorge encendió un cigarrillo, se sentó en el jardín mirando el cielo despejado donde iban apareciendo tímidamente las estrellas en la noche que se avecinaba. La luna llena redonda en su máximo esplendor. Escuchaba ruidos de los insectos entre los helechos que bordeaban la pared medianera. Dio una última pitada y exhaló el humo fuerte hasta dejar su garganta seca. Se paró y caminó hasta adentro dándole dos vueltas de llave. Puso la pava al fuego, encendió las luces del fondo quedándose un instante mirando por la ventana, cerró las persianas de cada habitación, encendió el televisor poniendo youtube, en ese instante respondió algunos mensajes por whatsapp, uno de ellos era de Pablo que ya estaba en una de las estaciones de servicio de la Panamericana comprando gaseosa y papas fritas para el viaje. Dejó el celular sobre la mesa ratona, salió a darle de comer al perro y ahí notó que el cielo se había vuelto plomo, le llamó la atención una brusca ventizca que hizo un remolino de tierra y hojas secas sobre el patio. Entró puso la traba a la puerta trasera, caminó hasta el dormitorio del fondo, el de Carolina y al encender la luz, vio el ventilador encendido en el nivel más alto. Lo apagó, caminó hasta la pecera que estaba sobre el escritorio, desenroscó la tapa del alimento y cuando estaba cerrándolo, vio que el calentador del agua de peces tropicales estaba desenchufado. Frunció el ceño extrañado, sabía lo importante que eran esos peces para Carolina, por lo que era raro semejante descuido, recordado las veces que habían de las diferentes espécies que ella tenía, los modos de reproducción, los dos tipos de alimentos, la temperatura justa y equilibrada, no todos venían de la misma zona caribeña, por ende no todas las aguas eran iguales de cálidas. Carolina pasaba horas mirando Animal Planet, páginas web de petshop, recomendaciones, e incluso especialistas de acuarios en Youtube para armar su pecera con un galeón hundido y plantines artificiales. También sabía que especies no debían compartir los mismos espacios, porque no solo el pez más grande se come al más chico, sino que hay algunos que suelen ser carnívoros o  simplemente son dañinos para los de otra especie que atacan principalmente comiendole la cola hasta dejarlos incapacitados de nadar.

Jorge volvió a enchufar el calentador y en el instante que apagaba la luz del dormitorio y cerraba la puerta de un tirón, rozaba en el suelo, las luces del pasillo comenzaron a parpadear hasta apagarse del todo, de la cocina venía el silbido del agua hirviendo. Apagó el fuego, puteo porque el agua se le había pasado, pero la colocó de todas formas en el termo agregándole un chorro de agua fría. Fue hasta al baño a orinar y cuando estaba lavándose las manos, empezó a escuchar un ruido extraño como si alguien estuviera rasgando la puerta. Se le erizó la piel, no sabía qué hacer hasta que tomó coraje y con fuerza abrió la puerta temiendo que podía ser cualquier cosa, pero sabía que no podía quedarse encerrado. Al abrir vio a Carlota, la gata blanca de manchas grises y marrones peluda de Carolina. La insultó con todas las palabras que se le vinieron a la mente, que si sabía arameo, u otro idioma lo hubiera hecho, pero terminó agachándose para acariciarle la cabeza, dándose cuenta que el gato estaba con el pelo erizado y no sacaba la mirada de la oscuridad del pasillo. Jorge no dudó y lo alzó, pero el gato se volvió histérico y le pegó dos zarpazos en las manos dejándolo caer en el suelo. Cerró la puerta, asegurándose que  quede bien trabada y juro que por más que se estuviera meando, jamás abriría la puerta del pasillo.

Puso la música más fuerte mientras se cebó unos mates, con la mirada perdida en un video de Los Cafres. Negaba con la cabeza diciendose a si mismo que nada de lo que estaba sucediendo estaba realmente pasando. Tomó otro sorbo de mate, se puso a preparar unos fideos para comer y después de cenar, miró su celular, tenía otro mensaje de Pablo que le decía que habían llegado bien en un video grabado donde Carolina le pedía que por favor no se olvidara de sus peces. Solo le respondió con un “Ok” y dejó caer el celular en la mesa ratona y se recostó en el sillón poniendo una película mientras dormitaba. Por un instante no sabía si estaba soñando o era real, abrió sus ojos buscando saber de dónde venían los nuevos ruidos hasta que se hicieron más fuerte sobre la puerta que había trabado que conducía al pasillo. Se levantó alarmado, su corazón latía aún más fuerte de lo normal, puso en silencio el televisor, y escuchó la respiración gruesa que venía del otro lado. Empezó a caminar de un lado a otro, estaba seguro que no se trataba de ningún delincuente que se podía haber colado por alguna de las ventanas. Era sonido de ultratumba, vio como el picaporte se movía, fue hasta la cocina y agarró un cuchillo, pensó ciento de veces en irse de la casa aunque era de madrugada. Miraba la hora sobre el reloj de pared y los minutos pasaban a cuenta gotas, el tiempo se había convertido en una tortura china. Con el control remoto en la mano y sentado, a las siete de la mañana se despertó desconcertado con la alarma del celular. No sabía siquiera cuándo se había dormido ni cuánto, pero encima de sus piernas, enrollado dormía Carlota y la puerta que daba al pasillo estaba abierta de par en par.

Se levantó con toda la pereza y el cuerpo cansado, bostezaba mientras tomaba los primeros mates. Refregaba sus ojos y pensó varias veces en mandarle un mensaje a su amigo sobre los sucesos que había vivido. Le llamaba la atención que no le había dicho nada, pero pensaba que si a lo mejor se lo decía ni loco hubiera aceptado quedarse solo, pero sabiendo la situación podría haber venido acompañado de otro amigo o de un hermano. Cayó en la cuenta que en los meses que Pablo venía viviendo en la casa no le había pasado nada, sino se lo hubiera contado, porque a Pablo le encantaban las historias paranormales. 

La mañana y el mediodía transcurrieron con total normalidad. Salió al jardín de adelante, encendió un cigarrillo, miraba el camino de hormigas negras que se había hecho entre el hormiguero en un rincón de la casa y los rosales. Salió hacer mandados a los negocios cercanos, se cocinó, abrió la puerta del pasillo, sabía que de día cualquier cosa que viera no le iba a dar tanto miedo, incluso prefería poder verlo porque se sentía más seguro para enfrentarlo. Cuando la noche iba cayendo hizo una video llamada con Pablo, que le contaba el día excelente que habían tenido de pileta, el paseo por el pueblo, por la mañana fueron a pescar con mojarrera a la orilla del río. Carolina exultante, le mostró el ukelele que el padre le había comprado en una feria artesanal. En un momento de la charla Jorge no pudo contenerse más y le preguntó si en el tiempo que venían viviendo en la casa le había pasado algo extraño, paranormal. Pablo, del otro lado frunció el ceño y rotundamente le dijo que para nada. Jorge necesitaba verbalizar lo que había vivido, desahogarse, exteriorizar el miedo buscando quitárselo de encima. Su amigo lo miraba extrañado y minimizaba diciendo que no se preocupe, que no le iba a suceder nada, que en todo caso hable en voz alta, que expulse esa sensación de miedo demostrandole al espíritu, si es que lo había, que estaba dispuesto a enfrentarlo. Jorge asentía con la cabeza aunque no estaba del todo convencido Carolina de atrás escuchó toda la conversación. 

Terminaron la llamada, Jorge miró por la ventana al cielo que estaba oscureciendo. Sabía que si seguían pasando las horas, más miedo iba a tener de ir al dormitorio del fondo. Abrió la puerta y no encontro nada anormal. La ventana cerrada como la había dejado la noche anterior, el calentador de la pecera encendido y el respirador burbujeando, le dio la comida, apagó las luces y cerró bien la puerta hasta escuchar el pestillo que le garantizaba que no podía abrirse, lo mismo hizo con el dormitorio del medio, convertido en biblioteca, aseguró que todas las puertas del armario que daban directo al pasillo estén bien cerradas, lo mismo con el dormitorio de adelante donde dormía Pablo, entró al baño, orinó, se lavó las manos, la cara y la cerró, luego lo mismo con la puerta que daba al living. Prendió la estufa a gas, dejó que el gato se quedara con él. Puso una serie en Netflix en el televisor que colgaba de la pared, se preparó unos sandwich de tomate y queso, destapó una cerveza en lata, se descalzó y después del primer mordisco mientras masticaba comenzó a sentir ruidos de cosas que se caían del otro lado. Se repuso en el asiento, el momento placentero le duró poco.  Tragó lo que tenía en la boca haciendo fuerza, bebió un sorbo para ayudar a que pase la comida atragantada por la garganta, se paró y empezó a los gritos. Los ruidos comenzaron a ser más intensos, sentía que venían del armario del pasillo como si estuviera revolviendo la ropa y calzados que Pablo tenía ordenadamente en sus respectivas cajas. De un momento a otro la casa volvió a un silencio hermético sólo de fondo el televisor. Jorge volvió a la puerta que conducía al pasillo a corroborar que esté bien cerrada. 

Sus gritos como le dijo Pablo habían surtido efecto. Regresó al sillón a sentarse, tomó el sándwich, siguió comiendo, bebió toda la cerveza, logró relajarse por completo quitándose las zapatillas recostándose sobre el futón de cuero, encendió un cigarrillo. La película terminaba y buscó alguna comedia. El gato merodeaba después de haber comido y se subió a la estufa. Jorge estaba durmiendo con la cabeza en el apoya brazo cuando se sobresalto, sintió peso sobre sus piernas como si alguien se hubiera posado sobre ellas, abrió los ojos y no había nada, ni siquiera el gato que permanecía cálidamente durmiendo enroscado. Miró para todos lados, cerró la puerta de la cocina, volvió a recostarse cuando comenzó a escuchar que las puertas de la alacena y del armario de puertas corredizas se  abrían y se cerraban, oía el cajón de la mesada abrirse, y como revolvían cucharas tenedores y cuchillos, estaba aterrado con piel de gallina, se le erizaba el cuero cabelludo, se sentó en el sillón esperando que sucediera cualquier cosa. Sentía el ruido de platos y vasos golpeándose en la bacha de la mesada. Se decía así mismo que no podía estar sucediendo, que se estaba volviendo loco o era una mala jugada de la sugestión pero los ruidos estaban, no cortaban, se mezclaban, con los del pasillo donde apareció, la respiración gruesa que venía detrás de la puerta, el gato se despertó, miraba para todos lados, Jorge puso a todo volumen el televisor, necesitaba tapar los sonidos aterradores y casi a la mitad de la madrugada como sincronizado, la casa volvió a un silencio inmaculado. Puso en mute el televisor y ahora sentía paz pero no pudo dormir hasta el amanecer cuando el cansancio lo venció despertándose a media tarde con Carlota lamiendole el rostro y mientras le maullaba para que le abriera la puerta. 

Afuera un domingo radiante, abrió las ventanas, todas las puertas, esperando encontrarse con toda la casa revuelta, pero todo estaba en su debido lugar.

Al poco tiempo, sentado en el sillon con la puerta abierta, vio como la camioneta de Pablo estacionaba en la vereda. Carolina bajó corriendo para saludar a Carlota, luego abrazo a jorge agradeciéndole que haya cuidado sus mascotas y le entregó una caja de alfajores regionales para después perderse en el pasillo hasta meterse en su dormitorio para ver a sus peces.

Pablo se acercó a su amigo y lo saludó con un abrazo y vio su cara de cansancio. 

-Pablo todo bien, me quedé los dos días, pero sabelo, no es de mala onda, pero si otra vez necesitas irte, no cuentes conmigo… esta casa está embrujada o no se que mierda tiene. Te juro la pase muy mal estas dos noches.

-Nunca me pasó nada en estos cinco meses que estamos viviendo, al contrario es la casa más reconfortante que vimos con Caro.

-No se amigo, esta casa tiene algo, tené cuidado, tirale agua bendita. Tengo miedo por ustedes.

Volvieron abrazarse. Jorge no aguantó ni un segundo más, se colocó la mochila por sus hombros y se fue caminando, sin siquiera esperar a que su amigo le dijera más nada.

Pablo cerró la puerta, puso agua en la pava para hacerse mate, y de atrás lo llaman golpeándole la espalda. Se sobresaltó del susto, era su hija.

-Escuché todo lo que te dijo Jorge… y tengo que decirte algo…

-¿Qué Hija?

-Todas las noches cuando vos te quedas dormido, yo escucho exactamente los mismo ruidos que te contó Jorge, ruidos de cuchillos, una respiración, las puertas de los armarios que se abren y se cierran, los platos, el armario del pasillo, incluso varias veces mientras duermo siento una respiración caliente de alguien al lado de mi cama.

-¿Es por eso que venís a dormir conmigo a la cama?

-Si Pá solo por eso, pero yo no les tengo miedo, no quiero que te hagan nada a vos.

En ese instante Pablo, toma una silla del respaldar  arrastrandola  para acercársela y sentarse, pensando y recapitulando en segundos toda la historia de la casa.

El rostro de Josefina, la primer dueña poniéndose cerca de él sonriéndole con la dentadura amarilla y un lunar negro con pelos que asomaba por debajo de su labio ofreciéndole unos caramelos que sacaba de uno de sus vestidos largos. El día que se mudó lo saludo acariciandole la cabeza diciéndole que lo quería como su hijo. La llegada de los vecinos que resultaron ser delincuentes, la vez que se hizo amigo de uno de los hijos de los ladrones, y entró a la casa diciéndole que lo envidiaba porque le encantaba la hermosa casa grande donde vivía. Se veía recorriendo los pasillos, jugando a las escondidas encerrándose en los armarios, debajo de las camas, jugando en el pasto del fondo. La noche que el comando policial interrumpió la paz vecinal con las luces azules de las sirenas tiñendo la noche. Haciendo mandados con su madre hablando con vecinos los días posteriores a la detención. El saludo de su amigo que se mudaba para no verlo nunca más. Los años que la casa quedó abandonada y tenía que trepar la medianera para ir a buscar la pelota, siempre con la curiosidad de mirar por los vidrios opacos de mugre de la puerta trasera porque sentía la presencia de alguien que desde adentro lo espiaba. La llegada de los vecinos que nunca estaban, las noches que su padre decía que veía luces encendidas dentro de la vivienda cuando sabían que estaba desalojada. La llegada de los nuevos propietarios con sus dos hijos. El accidente de la dueña y la muerte de su hijo menor. El esposo abandonándola, el sábado de espanto que vivió Leandro con su novia de aquel entonces, los nuevos inquilinos y el infarto del hombre acostado muerto en la cama matrimonial. Los inquilinos que no fueron porque por otras suertes del destino nunca terminaron comprando o alquilando.  Entre toda esa serie de imágenes que iban pasando como ráfagas por su mente recordaba que poco tiempo después de la muerte del inquilino, Maria la esposa de Pablo se suicida en  otra casa. Como un rompecabezas que terminaba de armar, comprendió que era la fuerza del destino y de la casa que deseaba que ellos vivieran ahí, ya que Pablo antes de los anteriores, había tenido la oportunidad de vivir en esa casa y su esposa negaba vivir ahí, porque no quería vivir al lado de los Padres de él.

Pablo conocía cada uno de los detalles de la casa. Sabía incluso lo que le había sucedido a Leandro porque era su hermano menor. Vivió cuarenta años como vecino de la casa tomada y ahora estaba dándose cuenta que entre él y ella había una conexión especial, solo necesitaba que aceptara a su hija y era cuestión de tiempo. 

Hoy en día, los ruidos cesaron, no se sienten vibras negativas  porque tanto padre como hija no reciben más visitas indeseables para la casa. Ahora no sólo saben que comparten cada habitación con otros seres, sino que saben que serán hostiles contra quien quiera romper la tranquilidad conseguida. 

La historia como dije al principio, está basada en hechos reales. Pablo soy yo y ahora conocieron el secreto de mi dulce hogar. Si están pensando en visitarme, sepan que están advertidos.