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EL OJO EN LA CERRADURA

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EL OJO EN LA CERRADURA

Siento como la brisa traspasa por el agujero del cerrojo de la puerta y me seca la vista. Afuera se levantó un torbellino de viento, es un hermoso atardecer gris con lluvia, de esas que empapan hasta la ropa interior. Me encanta mirar como la gente va pasando agachada haciendo fuerza contra el viento. Siempre hay algún loco que se le ocurre abrir el paraguas dejándolo todo retorcido, inservible. En qué cabeza cabe abrirlo en un día así. Adoro ver cómo la gente sufre el frío, mientras yo los observo detrás de la puerta, con la estufa a leña chispeando. No hay nada más lindo que el calor de hogar. 

En mi vida desde que alcance la suficiente altura, tuve una obsesión por espiar por el agujero de la cerradura, siento que mirando, sin ser observado, todo es distinto. La gente se comporta diferente, ves las desgracias ajenas desde otra perspectiva, las propias también. Lo malo es que sos ignorado, pero yo fui siempre ignorado. Desde la tragedia a mis once años. Terminé siendo un parásito, una carga. Y no porque lo sienta, todo lo contrario, mi madre me lo ha dicho infinidad de veces, mi hermana también.

Me interesan todos los cerrojos, de todas las puertas, pero el preferido es el que da a la calle. Aunque en otras puertas y en otras casas siempre he encontrado secretos, que yo sólo sé, y nunca conté. Que quede claro, que me encanta saber y descubrir secretos, pero nunca divulgarlos, son como mis propios tesoros. Sólo los guardo en mi mente, en mi retina, nada de andar escribiendo pavadas en cuadernos ó anotadores, que en cualquier descuido pueden caer en manos inapropiadas. 

Nunca olvidaré la tarde de domingo en la casa de mis abuelos. Yo tendría unos cinco años. Era verano, un calor de locos. Habíamos terminado de comer. Mi abuela se había pasado toda la mañana cocinando estofado. Después de lavar los platos y fregar el baño, para ella era religioso, echarse una siesta de dos horitas. Se puso el ventilador de pie y roncaba. Yo jugaba con mis autos de colección en el fondo. Salió mi abuelo, encendió un cigarrillo y me pidió que me vaya a dormir también. El era de pocas palabras, a todos nos decía lo justo y lo necesario, su palabras eran santas y acatábamos órdenes. No me puedo olvidar su cara, tenía un aire a Guy Willams. Alcé los juguetes, los guardé en una caja de zapatillas y me fui para adentro. El calor era abombante, estaba inquieto y aburrido, nada divertido a simple vista podía pasar. Fue en ese momento que sin tener nada que hacer, me acerqué a la puerta trasera de la casa, saqué la llave y en puntas de pie espié. 

Escuchaba murmullos. Mi abuelo estaba en el fondo contra el alambrado desvencijado tapado por una enredadera tupida, que dividía la medianera con el de al lado. Silbaba bajito, parecía un pajarito, miraba para todos lados cabeceando para el lado de la casa por si venía alguien y en un momento descubrí que hablaba con alguien del otro lado. A los pocos minutos pasó los brazos del otro lado y ayudó a Doña Marta en vestido largo, pasar el tapial. Estaba asombrado. Mi abuelo le hizo señas y se fueron contra el rincón, donde mi abuela tenía almácigos, un limonero, un ciruelo y un árbol de granada. Ahí, justo ahí, debajo de las sombras, ella se sentó en una pila de ladrillos, se levantó la falda y cuando estaban abrazados, besándose descaradamente, mi abuela salió ligeramente, descalza con la cuchilla en mano. Nunca me divertí tanto como verlos a todos correr por el fondo. Doña marta como pudo cruzó a su casa enredándose entre la planta y el alambrado, cayéndose con todo el peso de su cuerpo quebrandose la pierna. Mi abuelo desde ese entonces se había vuelto más simpático. ¿y todo por qué? porque del aburrimiento la desperté a mi abuela haciéndole cosquillas en los pies. 

Desde ese entonces, no paré con mi obsesión y mi gusto por espiar a través de la cerradura. Iba a un negocio, no podía contener mi pulsión por acercarme a las puertas que decían “Privado” o “Prohibido pasar”. Me encantaba entrar a los baños de damas y espiarlas. Después del accidente, me vi limitado, ya no podía ir a cualquier lado, por lo que me conformé con las puertas de mi casa. Cada tanto en ellas, encontraba algo interesante que observar. Los cerrojos son una entrada al mundo pecaminoso.

Dentro de las paredes de un hogar, siempre se encuentra donde uno puede inmiscuirse, mis padres tenían sus intimidades, uno nunca se los imagina, creemos que por ser justamente padres están exentos de placeres. Ningún hijo piensa que es lo que pueden hacer entre cuatro paredes. Yo tampoco, yo los vi. 

Una tarde me habían mandado a jugar a lo de un amigo, casa de por medio. En un momento dado, nos comenzamos a pelear, me harté y me fui disparado. Entré a mi casa, nadie me escuchó. Fui hasta la heladera, me serví un vaso de jugo fresco, pasé por el pasillo de la casa yendo a mi dormitorio y en ese momento escuché quejidos. Miré por la cerradura, y me encontré con mi mamá tendida desnuda boca arriba en la cama, mientras que mi padre estaba con su rostro zambullido entre sus piernas. Me espanté, casi se me cae el vaso de jugo. La imagen fue perturbadora, pero fue aun mas ver, que ella estaba viendo que alguien los observaba detrás de la puerta y sonrió. 

El primer novio de mi hermana, ese sí que tuvo un final trágico.  Ese pibe era tan molesto, desagradable, se hacía el gracioso, era un colorado pecoso patetético. Al punto que nunca entendí que le vio mi hermana. Cada cosa de mal gusto que hacía, se lo festejaba con carcajadas, besos y abrazos. Eructaba en la mesa y otras cosas peores. Era cargoso, me pegaba patadas en el culo. Juro que lo odié, mejor dicho lo sigo odiando a pesar que ya no esté más entre los vivos. El segundo fin de semana que vino a quedarse a dormir a casa, cerca del anochecer comenzaron a prepararse, iban a salir a una discoteca del centro. Mi hermana se vistió con la mejor ropa que tenía, se pintó las uñas, se compró medias nuevas, y se pintó los labios de fucsia. Leandro había traído ropa para cambiarse y bañarse. Entró al baño, llenó la bañadera y cuando él estaba sumergido en el agua, le pidió a Valeria que le trajera el grabador doble casetera. Ella entró y por detrás, sigilosamente comencé a espiarlos. 

Él dentro del agua como un dandy, mi hermana puso  el grabador al borde de la bañera y lo enchufó. Cantaban una canción de los Abuelos de la nada. Fue en ese entonces que el idiota, sin que supiera que los estaba observando y escuchando, comenzó hacerse el vivo cargandome que era un marinero Bengalí. No pude contener mi furia, sentí impotencia. Les abrí  la puerta por completo. Los dos quedaron boquiabiertos, él le gritó a ella que me echara, se paró, vino hasta mi, empujó la puerta para cerrármela en mis narices, y yo simplemente para molestarlos, lo impedi. 

Forcejeamos con la puerta, hasta que me ganó por cansancio. Solté el picaporte y ella de un envión, se fue hacia atrás, empujando el grabador que cayó dentro del agua. Fue impresionante ver como Leandro se freía. 

Desde ese entonces, cada vez que Valeria traía un novio distinto a casa. Siempre la miraba a los ojos, si el pibe no me caía bien decía la palabra clave: Leandro. Ella entendía que le estaba queriendo decir.

Al año de esos sucesos, mi padre muere de un ataque al corazón cuando estaba desvistiéndose para colocarse el pijama. Esa noche fue un revuelo, todos corriendo de un lado para otro, llamando a emergencias, lloraban mi hermana, Valeria y mi tía Beatriz, la solterona de la familia, que después que le embargaron la casa, se vino a vivir con nosotros. Papá quedó tendido, seco en el suelo, sin posibilidad de reanimarlo. Escuché tiempo después, que tuvo una linda muerte, casi no sufrió, fue fulminante. Me gusta la frase “tuvo una linda muerte”. 

Me impedían verlo. Correte, salí de acá que estorbas, ocupas el lugar, movete, si no vas hacer nada. Cuando la casa se aquietó. las mujeres se fueron a llorar y tomar té a la cocina, mientras esperaban al médico y la policía para que hagan el certificado de defunción. Me acerqué al dormitorio, pero no tuve valor de estar cerca. Creí que la mejor manera de despedirme de él, era mirándolo por la ranura de la llave. Ahí descubrí que la vida y el dolor te pasan de manera diferente. Si uno se abalanza sobre el ser querido muerto, lo llora desconsoladamente, lo besa, lo toca, lo acaricia, lo observa como esperando ver si respira, el dolor te queda dentro, es parte de uno. En cambio, mirando por la cerradura, me sentía ajeno, era un espectador. Apenas moquié.

A los pocos meses, la tía Beatriz, hermana de mi mama, comenzó con náuseas, a comer poco, cada día menos. La llevaban todos los días a un médico diferente, incluso a un curandero, pero no habia nada mas para hacer. Comenzó con migrañas, en pocos meses su cuerpo parecía consumido. De buenas a primera, no se levantó más de la cama. Su piel se volvió ocre, ojerosa. No tenía horas para gritar del dolor. Mi madre siempre alcanzando las píldoras con un vaso de agua. Ese fue el gran detonante. Mi mamá que siempre fue una mujer coqueta, estaba desalineada, ya no se teñía, se le veían las raíces de canas, estaba demacrada, casi no dormía por atender a esa vieja de mierda. En ese entonces, yo ya no era un parásito, ni una molestia, pasé a ser invisible. Nadie se acordaba que existía. Comencé a tenerle desprecio. 

Con el correr de los días, las cosas se fueron poniendo más difíciles. Mi tía, se había vuelto sensible a la luz. Las persianas cerradas con cortinas oscuras pesadas. La habitación permanecía prácticamente a oscuras, cada tanto, encendían el  velador, al que le habían puesto un foco rojo, para tener la menor iluminación posible. Cuando nadie me veía,  podía pasar largo tiempo mirándola, me gustaba observarla. Su cuerpo esquelético, su piel chupada, sus ojos parecían más grandes de lo normal en el rostro cadavérico. Su cabello desgreñado y blanco. La veía revolcarse en la cama de un lado a otro del dolor. El cáncer en los huesos la había deformado, su espina dorsal retorcida, salía en una especie de joroba. Sus dedos largos encimados uno arriba del otro, no le permitía ni agarrar un vaso. Sentíamos sus quejidos como ecos en los rincones de la casa. Incluso después de muerta, es el día de hoy, que me parece seguir escuchandola.

Hace días que no pasa nada interesante. Me la paso mirando hacia afuera y siempre lo mismo, gente yendo y viniendo, chicos que pasan a la salida de la escuela, los vecinos los domingos que salen a pasear en auto. Cuando los veo en familia, tengo nostalgia por la mía. Desde que mamá murió y mi hermana se fue a vivir a Madrid, comprendí lo que es verdaderamente la soledad. Por suerte la tengo a Silvina, la mujer que hace las cosas de la casa y me ayuda en todo lo que le pido. Hoy como de costumbre parece que también va a llegar tarde.

Todas las tardes la espero detrás de la puerta. Casi siempre viene acompañada del novio. Un hombre mayor a ella. Se quedan unos minutos besándose, se coquetean, se abrazan, me encanta ver cuando la toma por detrás y le aprieta una nalga. Luego se saludan con un beso y él espera a que entre. Mientras yo, me hago el distraído leyendo un libro. Siempre tengo un libro a mano.

Ahí llegaron. Se están besando, pero esta vez la cara de él dice que está disgustado. Por la distancia no logro escucharlos, ella llora. Intentó abrazarlo, pero él se la saca de encima, le dice que no con la cabeza, la deja y se va corriendo. Silvina está angustiada, sus ojos llenos de lagrimas no dejan ver en su bolso donde están las llaves. En ese instante escucho una moto que sube a la vereda y le pide que le de todo. Ella grita mi nombre pidiéndome ayuda, es la primera vez que alguien en la vida me pide por mi, que alguien se acuerda que existo y que puedo hacer algo por alguien.

Me quedo mirando por la cerradura, forcejean mientras ella grita para que la socorran. El motoquero saca una pistola y le dispara directo al pecho. El sujeto se queda con el bolso negro en la mano y sale a toda velocidad. Ella cayó al suelo mientras por debajo, comienza a esparcirse la sangre en un charco extenso.

Inmediatamente pienso qué voy hacer ahora. quién va ayudarme a tender la cama y a prepararme el café del atardecer, pero caigo en la cuenta, que fue una buena elección no haberla auxiliado. Hacía tiempo que no pasaba nada detrás de la cerradura.

Me quedaré esperando a que lleguen la policía y la ambulancia… mirando. Es todo lo que puedo hacer desde la silla de rueda.

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