Hay cementerios y hay cementerios. Está el de la Recoleta que se ha convertido en un lugar para salir a dar la vuelta al perro un domingo aburrido. Perdió esa cosa sagrada, el silencio. Empotrado en el medio de la city rodeado de restaurantes, centros comerciales, plaza con hippies donde rubios turistas salen a comprar sahumerios y baratijas beneficiados con el cambio del dólar. El cementerio de la recoleta tiene guía turístico, es el show montado en torno de los que descansan ¿en paz? Me pregunto si esas personalidades de estirpe, respingadas de otro tiempo habrán imaginado que después de muertos se iban a convertir en una muestra chick de la muerte. Mucha estatua, mucho cemento y panteón. Muchos difuntos que después de muertos compiten para ver quien tiene la tumba más bonita o recibe más visitas. Ahí los muertos viven, no están olvidados como en otros. El cementerio de la Recoleta es el museo de los difuntos con visita guiada. Es una salida más, como salir a ver muestras de Arte en el museo de Buenos Aires o leones enjaulados en el desaparecido Zoo de Palermo y luego comerte un pancho con lluvia de papas y una coca.
También están los privados, con esa estética hollywoodense, donde no se aceptan cruces ni nada ornamental. Prohibido las exageraciones, cuanto menos mejor. Minimalista. Una placa que indique el nombre del fallecido bien al raz del suelo de césped recién cortado. Si llevas unas flores, podes dejarlas pero te diste vuelta y fueron a parar a la basura.
Los cementerios del conurbano son otra cosa, tienen otra realidad, completamente contraria. Rodeados de barrios de emergencia, villas, botelleros que descargan ramerio y bolsas de basura contra sus largos paredones del lado de afuera. Impregnados de hollín y pintadas peronistas, donde cada tanto hacen fuegos con llamaradas de más de tres metros de altura que a veces llegan a quemar el tendido eléctrico dejando por más de una semana al barrio sin luz. En las entradas de estos cementerios, la postal se repite; con múltiples puestos de flores y objetos para decorar la tumba del ser querido. Flores naturales en tachos grandes de agua, claveles, rosas y jazmines. Plantas de plástico, las preferidas por los familiares que van muy de vez en cuando o que por años pegan el faltazo a sus muertos. Las flores artificiales aguantan. Aunque cada tanto hay que cambiarlas, mucho sol de lleno, cambio de temperaturas, las van volviendo un pedazo de lo que son, plástico coloreado. También en los puestos venden placas, de bronce, aunque ahora son enchapadas, porque las de bronce son las preferidas para los amigos de lo ajeno que esperan el atardecer o la noche para robarlas, fundirlas y venderlas en una chatarrería por dos mangos para la birra que los aleja de todos los males. Los cementerios del conurbano tienen tristeza arraigada. Tienen lamento en el aire. Huelen a desgarro, a nostalgia, a melancolía. Sobre todo si toca ir un día gris. Los pasillos angostos entre tumbas, se vuelven un desafío, casi imposible evitar no pasar por encima de una y pisar la casita del difunto. Mi abuela me enseñó a tener respeto por las tumbas. Cuando me aburría me la pasaba dando vueltas, mirando las fotitos y las fechas de fallecimiento. Me encantaban los retratos de los muertos sonriendo. Los hombres de mitad del siglo pasado con fotos amarillentas y bigotes gruesos. Me los imaginaba cómo serían en vida. El cementerio de Lanús era al que iba con mi abuela. Cuando terminábamos el recorrido por la parentela, exigía pasar por la tumba de Pepe Biondi. Jamás me gustó Pepe Biondi, pero era el único famoso y siempre tuve cierta atracción por la fama. El problema era que cerca de su tumba, estaba el sector de los niños. Eso si que me daba impresión, lo miraba de recelo, pero no podía dejar de observar, algo en mi, generaba la necesidad, algunos pueden creer que era cierta morbosidad, pero creo que era todo lo contrario. Me daba miedo, me angustiaba. Miraba esas pequeñas tumbas que recreaban cunas, placas hablando de ángeles me llevaba a pensar en sus madres llorando desconsoladas en el día del entierro. Tumbas repletas de flores, angelitos alados, muñecos de goma, ositos y sonajeros. Me generaba escalofríos. Mi abuela se dio cuenta que me perturbaba la idea de la muerte. Siempre me decía “tenés que tenerle miedo a los vivos, no a los muertos” lo que ella nunca entendió es que por mi cabeza no pasaba la idea que se levanten de la tumba y me asusten como muertos vivos. A mi me daba miedo la muerte, la muerte en sí. La idea de que todo se termina y dejar inconcluso aquellas cosas que hubiera querido hacer. Los muertitos de alguna manera me hablaban, me daban a entender que a pesar de ser chico, uno puede morir. Ahí comprendí que la muerte dejaba de asociarse solamente con la vejez, y a cualquiera, en cualquier momento y circunstancia la parca los podía venir a buscar.
En el cementerio me convertía en el pibe de los mandados de mi abuela, era el encargado de hasta media cuadra a la pileta más cercana a lavar los frascos y poner agua fresca. Me acuerdo de acompañar a mi abuela, pobre, nadie quería acompañarla. Me pasaba horas yendo de una tumba a otra, un recorrido largo que al paso de tortuga de sus piernas endurecidas con la rodilla hinchada y los tobillos que eran dos ladrillos, todo insumía mas tiempo de lo habitual. Para colmo, los integrantes muertos de la familia era numerosa. Tios, abuelo, bisabuelo, el tío del tío y la más enigmática, la doña Rosa, la vecina solterona de enfrente que terminó en el osario. Esa si que estaba sola en vida, que feo debe ser morirte sin que nadie te llore. Mi abuela se paraba frente a la gran cruz de cemento, se persignaba y le dejaba un clavel. Siempre me pregunté como Doña Rosa sabía que era para ella, cuando sus restos convivían con miles de olvidados.
Al fondo, cercano al crematorio, emergía una montaña de coronas, las mismas que acompañan a cada cajón en el auto fúnebre, terminan siendo una pila de flores. Cada tanto me volvía la misma ocurrencia y le preguntaba a mi abuela porque no usar esas flores, que van a quedar olvidadas, eran un desperdicio y además no gastaba dinero en flores nuevas y podía aprovechar la diversidad. A ella se le salían los ojos, lo que le decía era una aberración, se horrorizaba ante semejante comentario, solo pensarlo me convertía en un pecador porque eran flores ajenas y no se podía usar las flores de un muerto para otro.
Los que siempre me llamaron la atención eran los cementerios de campo, los que están olvidados a la vera de una ruta en el medio de la nada. Quizás por pequeños, porque están alejados de todo, por sus ruinas, con las cruces torcidas y caídas, desvencijadas por su propio peso y por el paso del tiempo. Cercos bajos, portones descuidados. Siempre sentí atracción por los cementerios por la noche, sobre todos esos que se ven emerger entre pastizales, escondidos, como si la muerte fuera una vergüenza, como algo que hay que ocultar o marginar. Ahí de noche las cruces resplandecen a la luz de la luna y los vuelve cautivantes sobre todo en invierno donde los pocos árboles aislados con sus ramas desnudas improvisan figuras oscuras.
Después están los cementerios de pueblo, bastante parecidos a los de campo pero con otras particularidades. Siempre fuera de los márgenes del casco de la ciudad, desterrados en las afueras. Tampoco crecen en tamaño, su gran mayoría los muertos llevan en tumba más de cuarenta años. Es un reflejo de la idiosincrasia de los pueblos. Pueblos que no tienen futuro, son pueblos que no tienen densidad demográfica, por ende no son pueblos con muchas muertes. Así como la gente decide migrar para vivir, migra para morir.
Morirse en un pueblo es todo un acontecimiento. En la ciudad si te morís salis en letra chica en la sección de obituario que es algo así como el clasificado. En cambio en un pueblo podes salir en primera plana. Porque la gente a determinada edad busca rehacer sus vidas en las grandes ciudades buscando un mejor futuro en las grandes conglomeraciones y así como migran para vivir, migran para morir.
A lo largo de los años he conocido varios cementerios de pueblos, casi todos tienen las mismas particularidades, incluso los pueblos costeros: Son más silenciosos, con mayor arboleda, con pájaros cantando, con limpieza perfecta. Las bóvedas entre ellas parecen formar una urbe en sí misma. Pero en medio de esa paz y silencio reinante, algo más pasa en el trasfondo.
Su silencio en demasía. Por momentos perturba. Perturba su abandono, la decadencia de los muertos, En estos cementerios se encuentran dos tipos de muertos: a los que es que ya se le murió toda la familia y no queda más nadie para que se pare a los pies de la tumba o los olvidados. Porque para que los muertos sigan ahí ocupando lugar, en sus tumbas al ras del suelo, significa que ni la burocracia se acuerda de ellos, y para los vivos pasaron a ser un olvido que no molesta ni siquiera en el remordimiento.
Es una constante; Antiguamente como parte de una ofrenda a los muertos se les hacían tumbas que parecían monumento. Grandes estructuras de cemento, que sin mantenimiento y con el paso de los años se ven su deterioro. Estructuras rajadas en estado deplorable, hundidas en la tierra, fotos que no se ven, ilegibles por el tiempo. Cristos sin piernas o brazos o decapitados. Las bóvedas con sus puertas abiertas con charcos de agua amarillenta, reinado de larvas de mosquito y parásitos, de alguna lluvia vieja que filtraron por sus techos o el vitral, que levantan un vaho húmedo y rancio producto del encierro que se impregna en las narices. El bloque de nichos con las puertas entreabiertas o sin tapa, donde asoman los cajones con mortaja en pasillos fríos que hielan la sangre, imposible evitar sentirse perseguido por la sugestión.
Muy al fondo del cementerio casi contra el paredón, siempre suele aparecer el sector de los más recientes fallecidos. Sobre tierra removida que falta acentar. Con cruces provisorias de madera, son las tumbas que resaltan por sus flores en frascos de vidrio de café con agua. La muerte reciente tiene algo de la vida, aun te recuerdan, aún queda quien llora y los cuerpos bajo tierra se preguntan ¿hasta cuándo?.