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La Masacre de Pasco: Cincuenta Años de Terror Sembrado en la Antesala de la Dictadura

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A medio siglo de uno de los actos de terrorismo más brutales que ensombrecieron la historia argentina, la Masacre de Pasco emerge como un recordatorio escalofriante de una violencia política que se descontrolaba, allanando el camino para el terrorismo de estado que impondría la dictadura militar de Jorge Rafael Videla. En aquel convulso marzo de 1975, la sangre corría por las calles de Argentina, y la barbarie de Pasco se erigió como un macabro ejemplo de una nación al borde del abismo.

Para comprender la magnitud de este atentado y la identidad de sus perpetradores, es imprescindible sumergirse en el contexto histórico de una Argentina convulsionada. El gobierno peronista, entonces liderado por María Estela Martínez de Perón, había experimentado un giro drástico hacia la ultraderecha. La Masacre de Pasco se inscribe en un proceso siniestro que se había iniciado en octubre de 1973, caracterizado por la creación y el accionar de grupos parapoliciales cuyo objetivo era aterrorizar y aniquilar a todo aquel considerado un «infiltrado». Esta nebulosa categoría abarcaba a la oposición de izquierda en su totalidad, tanto dentro como fuera del heterogéneo movimiento peronista.

La Masacre de Ezeiza, ocurrida el 20 de junio de 1973 durante el retorno definitivo de Juan Domingo Perón al país, ya había revelado la fragilidad de la unidad peronista en el poder, anticipando una lucha violenta por el control de los espacios de influencia. La posición del propio Perón en esta disputa quedó meridianamente clara el 1° de octubre de 1973, cuando se filtró un «documento reservado» con su firma, en el que ordenaba una «depuración» del Justicialismo utilizando «todos los medios a su alcance», una directiva que implícitamente autorizaba la eliminación de los disidentes.

En este clima de creciente violencia e impunidad, las directivas emanadas desde el poder central alentaban la represión sin miramientos. La directiva número 9 del mencionado documento reservado era explícita bajo el subtítulo «Medios de lucha»: «Se utilizarán todos los que se consideren eficientes, en cada lugar y oportunidad. La necesidad de los medios que se propongan, será apreciada por los dirigentes de cada distrito». Esta licencia para la violencia allanó el camino para el accionar de las bandas parapoliciales.

Poco después de estas directivas, la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) y la Concentración Nacional Universitaria (CNU) comenzaron a operar con impunidad en zonas liberadas por la policía, amenazando y asesinando a aquellos considerados «infiltrados». Esta ofensiva incluyó el desplazamiento de gobernadores cercanos al ala izquierda del peronismo, consolidando el poder de los sectores más reaccionarios. En este contexto de ascenso de la derecha peronista, Victorio Calabró asumió la gobernación de la Provincia de Buenos Aires y Eduardo Alberto Duhalde la intendencia de Lomas de Zamora, el escenario de la futura masacre. Casi simultáneamente, las bandas parapoliciales se adueñaron del territorio, sembrando el terror entre los militantes de izquierda.

La Masacre de Pasco se erige, entonces, como un punto de inflexión, un «hecho bisagra» que marcó la derrota del proyecto de la tendencia revolucionaria del peronismo. Fue un castigo brutal a las diversas manifestaciones políticas que, dentro del propio peronismo, cuestionaban un orden social desigual e injusto.

En estas turbulentas épocas, marcadas por la polarización interna del peronismo tras el regreso de Perón al poder y su posterior fallecimiento, con María Estela Martínez de Perón asumiendo la presidencia, la división entre la derecha y los movimientos de izquierda se agudizaba. La autoría de la Masacre de Pasco se atribuye directamente a la Triple A, la organización terrorista parapolicial orquestada por el entonces todopoderoso ministro y secretario privado de la presidenta, José López Rega, conocido como «el Brujo». Sin embargo, la colaboración y el apoyo de intendentes locales peronistas, que compartían la ideología de la Triple A, son innegables. En este sentido, muchos señalan la responsabilidad del entonces intendente de Lomas de Zamora, Eduardo Duhalde, quien años después alcanzaría la gobernación de la provincia y la presidencia de la Nación. Se lo acusa de haber facilitado la inteligencia y de haber deliberadamente dejado la zona liberada para que se perpetrara semejante acto sangriento contra siete militantes del peronismo de izquierda.

La denominación «Masacre de Pasco» tiene su origen en el inicio de la cadena de horrores: el secuestro de las víctimas se produjo sobre la Avenida Pasco, una arteria principal de la zona de Temperley, en el partido de Lomas de Zamora. El punto de partida de la barbarie se localizó específicamente en el barrio San José.

Eran aproximadamente las 21:30 del 21 de marzo de 1975 cuando ocho vehículos, entre Ford Falcon grises y negros, y Torinos blancos, frenaron abruptamente en la calle Donato Álvarez, a pocos metros de la transitada Avenida Pasco, en el corazón del barrio San José de Temperley. Su objetivo inicial era el secuestro del concejal Héctor Lencina.

De los automóviles descendieron entre quince y veinte individuos vestidos de civil y encapuchados de negro, todos ellos fuertemente armados. Durante una hora escalofriante, los sicarios de la Triple A se movieron con total impunidad por el barrio, sin que la presencia policial se hiciera notar. Se dirigieron a la Unidad Básica «22 de Agosto», donde secuestraron a siete personas más, continuando su raid de terror hasta la casa de Omar Caferatta. Los terroristas desataron una lluvia de balas contra el frente de su vivienda, asesinando a su esposa, Gladys Martínez, mientras que Caferatta logró salvar su vida al haberse ausentado del país días antes.

De forma sistemática y brutal, los atacantes capturaron a sus víctimas, subiéndolas a los vehículos y a un micro que habían requisado. Dos de los secuestrados intentaron escapar, pero se entregaron al escuchar las amenazas de que sus hijos serían asesinados si no regresaban. En total, siete personas fueron secuestradas: el concejal Lencina, Héctor Flores, Aníbal Benítez, Germán Gómez, los hermanos adolescentes Eduardo y Alfredo Díaz (de 14 y 16 años), Gladys Martínez y Rubén «Cacho» Maguna, este último sin militancia política y confundido con otra persona debido a un apodo similar.

Una vez completada la macabra lista de secuestrados, la caravana de vehículos se dirigió hasta la calle Santiago del Estero y Sánchez, en el mismo barrio. Allí, en un descampado desolado, los siete hombres fueron bajados a empujones y obligados a arrodillarse sobre la tierra. El inusual movimiento en ese tranquilo vecindario alertó a los residentes, muchos de los cuales salieron a sus puertas mientras disfrutaban de la televisión o se preparaban para descansar. Sin embargo, los asesinos los obligaron a regresar a sus hogares bajo la amenaza de sus armas.

En ese descampado, los siete secuestrados fueron acribillados a balazos con ráfagas de ametralladora y disparos de armas cortas, siendo rematados en el suelo. Pero la sed de violencia de los perpetradores no se detuvo con la muerte de sus víctimas. Arrastraron los cuerpos y los apilaron, para luego lanzarles granadas con el objetivo de hacerlos volar por los aires.

La explosión fue devastadora. Fragmentos de cuerpos mutilados volaron hasta siete metros de distancia, y uno de los cadáveres llegó a impactar contra el tendido eléctrico, provocando un corte de luz en varias manzanas a la redonda. Iluminados por los faros de los automóviles, los asesinos, entre quince y veinte hombres, desplegaron una bandera blanca cerca de los cráteres dejados por las granadas, entre los restos destrozados. La bandera, de aproximadamente dos metros de largo y 65 centímetros de alto, llevaba una inscripción escalofriante en letras rojas: «Fuimos Montoneros, fuimos del ERP». Esta macabra puesta en escena buscaba desviar la responsabilidad del atentado y sembrar aún más confusión y terror en una sociedad ya traumatizada.

La Masacre de Pasco, a 50 años de su perpetración, sigue siendo una herida abierta en la memoria colectiva argentina. Un sombrío preludio del terrorismo de estado que se avecinaba, un testimonio de la brutalidad y la impunidad que se apoderaron del país en aquellos años oscuros. Recordar este acontecimiento no solo honra la memoria de las víctimas, sino que también nos alerta sobre los peligros de la intolerancia y la violencia política, instándonos a construir una sociedad donde la justicia y el respeto por la vida humana sean pilares fundamentales.