Escupió dos gargajos sobre las palmas de la mano y empastó su verga. Mientras la china en cuatro patas, con la falda levantada, arrodillada sobre la catrera esperaba como todo atardecer, ser hincada por su macho. Se aguantó la bruta penetrada sin chistar. Respiraba hondo con los dientes apretados para evitar que se le escape un quejido. La culeada que le estaba dando era más tolerable que los rebencazos que le azotaba las noches que volvía curda de la pulpería.
El gaucho le pegó cinco panzasos y se echó al costado a dormir la modorra, mientras ella sigilosa, despacio, con un trapito se limpió la guasca espesa que chorreaba en el tupido bello de su entre piernas.
Pancho roncaba con la boca abierta todo despatarrado a sus anchas con un ojo entreabierto y con el facón al costado, no lo dejaba ni un segundo, se bañaba, meaba y cagaba con el facón a cuesta.
El sol caía, se escondía en el horizonte llano y junto a la luna, el crudo frío del desierto pampeano. La china se calzó las alpargatas, sacó la pava con el agua hirviendo del fuego. Removió la yerba vieja con la bombilla. Echó un chorro de agua y se cebó un mate espumoso. Sostenía el porongo con sus dos manos, mientras se hamacaba preocupada en la silla, miraba por el agujero de la ventana de la tapera esperando como cada noche, la parca.
Como si lo supiera, una corazonada, esta vez, la muerte se acercaba a galope. Al fin dieron con el paradero del gaucho, uno de los más buscados por traición. De lejos en eco se escuchaba el relincho y la corrida de una tropa caballeriza que venían por Pancho. Él lo sabía bien, no hay quien pueda huir toda la vida de sus decisiones, no hay perdón para un gaucho desertor.
Estaba cansado de guarecerse y por mucho tiempo imaginó cómo sería su último día de vida. No hay mejor forma de morirse después de echarse un polvo.
El ejército entró, revolcaron a la china por el suelo de tierra polvorienta. Sin chistar, como le enseñó a ser obediente, la mujer esperó que los soldados con la verga al palo se la cogieran por todos los lugares que le podían entrar. Pancho fue obligado a ver a su mujer sodomizada para llevarse al infierno el escarmiento. El sargento después de levantarse el pantalón, desenfundó el sable corvo y le rebanó limpita la garganta. La cabeza de Pancho con los ojos abiertos colgaba de sus crinas hasta que el sargento la arrojó al corral de los chancos. En seguida dio orden e incendiaron el rancho.
El ejército se alejaba, mientras la china emprendió camino sin derramar una sola lágrima, iluminada por el resplandor del fuego.