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ANIMAL

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Desde hace años que no perdía las mañanas. Cómo una alarma biológica, siempre a la misma hora salía a dar vueltas por el vecindario a marcar territorio echando pequeños chorros de orín caliente detrás de los mismos árboles, paradas de colectivo, semáforos, ruedas de autos, siempre haciendo el mismo camino hasta llegar a la estación de servicio dónde se quedaba parado, oliendo el vapor de la nafta que emanaba los surtidores. Le encantaba, era un olor que quizás lo remitía a cierta nostalgia de otras épocas, cuando era empleado. Se acercaba a Juan, su hermano, que también trabajaba ahí, pero en el sector de cambio de aceite y service en general. Lo saludaba con la mano, sonreía, sacaba la lengua que la ventilaba al viento y sin omitir palabra después de un rato a pasos ligeros pegaba la vuelta por el mismo camino que marcó con su meada hasta su casa, a preparar el agua del mate y despertar a su esposa.

Renzo de buenas a primeras hacía varios años, cuando abrió los ojos de un coma profundo, no fue el de siempre. Solo gruñía cuando algo no le gustaba, o tiraba tarascones amenazantes. Rompía cosas como un cachorro que busca atención. Cuando lo reprendían, él solo se iba con la cabeza gacha, se metía en su cuarto a dejar pasar el tiempo. Comía sentado en la mesa con el resto, odiaba las verduras, le encantaba la carne que agarraba con la mano y comía a jirones hasta pelar el hueso, le encantaba el cuerito pegado. 

Nadie hasta el día de hoy entendía su comportamiento. Le hicieron cientos de estudios neurológicos, radiografías, tomografías. La familia gastó un dineral en especialistas extranjeros, lo llevaron a curanderos, chamanes y umbandas, nadie acertaba con el diagnóstico, mucho menos con la cura. Fue objeto de estudios de las principales universidades y con los años se convirtió en una celebridad. La familia daba reportajes en noticieros y varias veces invitado en el programa de Susana Giménez, como fenómeno junto al niño rata.

La familia se dió cuenta por sus actitudes que no recordaba nada de su vida pasada, apenas se reconocía por su nombre cuando lo llamaban. La madre resignada decía, ( no hay que contradecir las palabras del dolor de una madre), la vez que lo molieron a palos los deshumanizaron, lo volvieron un animal. Siempre contaba lo mismo, una y otra vez a quien quería escucharla, con el siempre debajo de su falda recostado en círculo, con el cuello erguido para que ella pudiera alcanzar a rascarle la cabeza.

A Marta se le llenaban los ojos de lágrimas mezcladas de dolor cada vez que hablaba de su pobre hijito que encima había sido tan inteligente. 

Para ella todo era muy reciente a pesar de que lo ocurrido, fue hace más de seis años. A la salida de un bar, donde un grupo de jóvenes de su edad, sin motivo aparente, lo encerraron en un círculo y sin presencia policial, lo trompearon hasta caer al suelo, dónde con saña lo molieron a patadas que caían como lluvia en piernas, brazos, testículos, el estómago, la cara y la cabeza. Al principio creyeron que los golpes lo habían dejado estúpido como algo temporal, que con tratamiento y tiempo iba a pasar, También creyeron que un poco se hacía para pasarla bien, pero su comportamiento se agudizaba. Nunca volvió a hablar. Cuando sonaban las sirenas de los bomberos del barrio, aullaba. Cuando veía algún joven de gorra o desconocía su rostro, lo enfrentaba mostrando los dientes. Para algunos vecinos, se convirtió en el guardián de la cuadra. Esos mismos, cada tanto tocaban el timbre de la casa de la madre y le daban dinero para ayudarla a comprar vacunas antirrábicas o para el parvovirus, no sea cosa que Renzo ande suelto y se lo lleve la perrera y termine en una jaula de zoonosis. La madre temía lo peor, si eso ocurría podrían querer sacrificarlo. Por eso por recomendación de la Gladys la hija del almacenero que era toda una experta, llevaba aprobadas varias materias del primer año de la facultad de veterinaria de La Plata le dijo que le colgara una correa del cuello con una medalla con el nombre, la dirección y el número de teléfono por si extraviaba.

A Marta le daba pánico solo pensar, qué si se lo robaban, tenía que andar pegando con la Miriam carteles en los postes de luz con la cara de él, ofreciendo recompensa. Renzo era de una raza inusual; pedigrí único en el mundo y quién lo tuviera podría sacar un buen provecho en exhibiciones caninas.

En cambio Miriam, su esposa, estaba desesperada y exhausta. Descartó todas las mascotas que tenía en la casa; dos gatos, un caniche y hasta un canario. Cuidar a Renzo le llevaba mucho trabajo y era agotador. Algunas tardes a solas, aprovechaba los momentos libres cuando Renzo jugaba en el jardín entre flores o cagaba entre las piedras decorativas, para sentarse en el escalón del porche a respirar aire fresco, fumar un cigarrillo y llorar.

Los días fueron pasando y para Renzo no había diferencia entre un jueves y un domingo, mientras los demás se fueron acostumbrando, como quien se acostumbra a vivir con sus muertos. A Miriam le costó tiempo, hasta que pudo dar con un nuevo amor. Su novio comprendió la situación de inmediato y cuando comenzó a quedarse a dormir en la casa de su amada, supo que a los pies de la cama, Renzo iba a dormir cada noche hecho un ovillo, aunque cada tanto, le traía unos caramelos para perros, se los arrojaba para que saliera al patio, porque algunas cosas, con él presente, le daba pudor.

 

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