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El misterio del Caso Giubileo

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Argentina, 1985. La primavera democrática, apenas florecida tras los oscuros años de la dictadura, se vio súbitamente empañada por una noticia heladora: la desaparición de la doctora Cecilia Giubileo. Un nombre que resonó con una inquietante novedad, la primera sombra de ausencia en una era que prometía luz y libertad. Raúl Alfonsín, el arquitecto de esta ansiada democracia, veía cómo una pregunta punzante se clavaba en el corazón de la sociedad: ¿dónde estaba la doctora Giubileo?

Cuatro décadas han transcurrido desde aquella fatídica noche del 16 de junio, y el destino de Cecilia Giubileo permanece envuelto en un manto de incertidumbre, un expediente frío en los archivos de la memoria colectiva. ¿Fue víctima de una secta esotérica que la absorbió en sus misterios? ¿Escapó hacia horizontes lejanos, urdiendo una elaborada coartada para borrar su pasado? O, la hipótesis más escalofriante, ¿fue silenciada para siempre por hurgar en secretos oscuros que anidaban tras los muros del psiquiátrico donde trabajaba?

La historia de Giubileo se teje con hilos de desapariciones silenciadas, muertes ocultas en la penumbra y rumores de un macabro tráfico que helaba la sangre. La noche en que se esfumó, la noche del 16 de junio de 1985, marcó un antes y un después, un titular sombrío que acaparó la atención de un país que anhelaba dejar atrás el terror de las ausencias forzadas. Porque si algo buscaba la sociedad argentina en esos primeros años de democracia, era la certeza de la libertad, la posibilidad de alzar la voz sin temor y, sobre todo, la promesa de que los fantasmas de la desaparición quedarían confinados al pasado.

Este relato nos adentra en la crónica de una desaparición que aún eriza la piel, una cronología de hechos inquietantes, de hipótesis que se entrelazan como sombras en la noche, de una investigación que pareció navegar en un laberinto de ocultamientos y un motivo final, escalofriante, que pudo haber sellado el destino de la doctora Giubileo. Acompáñennos en este viaje a las entrañas de la Colonia Open Door, el escenario donde la democracia conoció su primera gran sombra.

La Colonia Open Door, un nombre que evoca una filosofía de tratamiento humanitario para los enfermos mentales, se alza en la localidad homónima de la provincia de Buenos Aires como un testigo silencioso de una historia perturbadora. Fundada a finales del siglo XIX por el visionario doctor Domingo Cabred, la colonia representó un avance en la atención psiquiátrica, un intento de abrir las puertas de la comprensión y la rehabilitación. Sus pabellones de estilo suizo francés, sus vastos terrenos donde los pacientes participaban en actividades terapéuticas, irradiaban una atmósfera de progreso y esperanza.

Pero bajo esa fachada de bienestar, en la noche oscura del 16 de junio de 1985, algo se quebró. La desaparición de Cecilia Giubileo descorrió un velo de secretos y rumores que comenzaron a filtrarse desde los laberínticos pasillos de la colonia. Historias de hechos oscuros, de pacientes que se desvanecían sin explicación, comenzaron a circular entre sus muros. Y el destino de la doctora, según las denuncias desesperadas de amigos y familiares, parecía sellado por su propia curiosidad, por una investigación que la llevó demasiado cerca de la verdad.

Retrocedamos en el tiempo, a esa gélida noche de hace casi cuarenta años. El frío invernal abrazaba la Colonia Open Door mientras Cecilia Giubileo, una médica de 39 años, se preparaba para enfrentar su guardia nocturna. Ajena al abismo que se abriría a sus pies, recorrió los pasillos de un lugar donde las sombras parecían susurrar secretos inconfesables. Tres fueron los últimos ojos en posarse sobre la doctora, poco después de la medianoche: Miguel, el interno conocido como el «Loco» Cano, un enfermero de apellido Novello y la supervisora Nélida Onjuez, con quien mantuvo una tensa discusión laboral en los pasillos.

«Andá tranquilo, yo voy a descansar Miguel», fueron las palabras que Giubileo dirigió al interno que la acompañó los 500 metros desde el Pabellón 7 hasta la Casa Médica. Un detalle, en ese instante insignificante, quedó grabado en la memoria de Cano: al despedirse, Giubileo dirigió una mirada extraña hacia la puerta de la Casa Médica y murmuró: «Uy, yo dejé cerrada la puerta y está abierta». Una frase premonitoria, un escalofrío que recorrió el aire helado de la noche.

La guardia de Cecilia había comenzado de forma rutinaria: la certificación del deceso de una joven paciente, la atención a otro interno con un cuadro febril preocupante. Pero pronto, una serie de anomalías comenzaron a tejer una red de sospecha. Una médica que debía compartir la guardia se marchó horas antes de finalizar su turno, y los otros dos profesionales que debían relevarla nunca se presentaron. Como si el destino conspirara en la oscuridad, esa noche la colonia quedó aislada del mundo exterior: el conmutador telefónico permanecía inexplicablemente inoperativo.

En ese marco de extrañas ausencias y silencio forzado, Cecilia Giubileo se desvaneció, engullida por las sombras de los pasillos, quizás por los túneles subterráneos que más tarde cobrarían un protagonismo siniestro en la investigación. Su ausencia no fue advertida hasta la mañana siguiente, cuando un empleado encontró su cama tendida y un par de zapatos olvidados en el suelo de su habitación. Giubileo no había dormido allí.

Lo más perturbador fue la reacción de las autoridades del nosocomio. En lugar de activar una búsqueda desesperada, iniciaron un sumario interno acusando a Cecilia de «abandono de trabajo». Parecía que nadie se inmutaba por su falta, nadie intentaba contactarla. Recién tres días después, la denuncia por averiguación de paradero fue radicada por su amiga Beatriz Ehlinger y su esposo Julián Sequeira. Cuarenta y ocho horas cruciales, un tiempo valioso perdido en la indiferencia o, quizás, en un calculado encubrimiento.

Los interrogantes se multiplicaron cuando se descubrió que la habitación donde Giubileo debía haber pasado la noche había sido rápidamente remodelada por orden de las autoridades, lideradas por el psiquiatra Florencio Elías Sánchez. Albañiles trabajaron a contrarreloj, borrando cualquier posible rastro, pintando las paredes, retirando o cambiando muebles. Cualquier vestigio, cualquier indicio de violencia, había sido meticulosamente eliminado.

La opacidad se extendió a los registros de la colonia. La hoja correspondiente al lunes 16 de junio del libro de entradas y salidas del personal había sido arrancada, imposibilitando cualquier verificación de quién había ingresado o egresado del predio esa noche fatídica. El Renault 6 blanco de Giubileo permanecía estacionado, intacto, pero con un detalle enigmático: el tanque de nafta, que debía estar casi lleno tras una carga reciente en Luján, estaba completamente vacío. ¿Un viaje inesperado? ¿Un intento de borrar una huida forzada?

Los interrogatorios al personal de la colonia no arrojaron luz alguna. Nadie la había visto después de su ingreso a la Casa Médica, nadie la vio abandonar el predio. Solo dos pacientes psiquiátricos ofrecieron testimonios inquietantes, aunque judicialmente inválidos. Miguel Cano recordó haber visto dos vehículos oscuros dirigirse hacia el alojamiento de los médicos poco después de despedirse de Cecilia. Uno era el furgón funerario, pero el otro permaneció como una sombra sin identificar. Otra interna, hallada desnuda y violada en una casilla cercana, balbuceó haber visto a «la doctora» atada y golpeada en ese mismo lugar. Pistas oscuras que la justicia prefirió ignorar.

La búsqueda desesperada se extendió por las 250 hectáreas de la colonia, con perros adiestrados rastreando pabellones abandonados y exhumaciones de tumbas que solo revelaron el horror de otros destinos olvidados. Un anónimo señaló una ciénaga como posible sepulcro, pero la falta de fondos impidió drenarla, un argumento que el abogado de la familia Giubileo calificó de «barbaridad».

Mientras la investigación se empantanaba en un mar de misterios, el departamento de Cecilia en Luján, bajo custodia policial, apareció revuelto. Alguien había ingresado a pesar de la vigilancia, pero nada de valor había sido sustraído. En cambio, una cartera de Giubileo, que según algunos testimonios llevaba consigo la noche de su desaparición, apareció inexplicablemente en el desorden. Un mensaje críptico, una pista plantada en la oscuridad.

Las declaraciones de sus amigas más cercanas revelaron un dato escalofriante: Cecilia había recibido amenazas telefónicas en su hogar. «Dejate de joder con la colonia o vas a ser boleta», era la frase siniestra que se repetía al otro lado de la línea. Entonces, comenzó a circular una versión escalofriante: Giubileo había sido secuestrada para silenciar sus investigaciones sobre una red de delitos que operaba en las sombras de Open Door: tráfico de órganos, venta de sangre extraída a los pacientes, y la utilización de internos como cobayos en experimentos farmacéuticos, internos que, misteriosamente, desaparecían.

Cinco meses después de su desaparición, un sobre anónimo llegó a la comisaría de Luján. Contenía un casete de audio de mala calidad donde una voz, que decía ser Cecilia Giubileo, pedía que no la buscaran más, que estaba bien y rodeada de amigos en un retiro espiritual en el extranjero, y que nunca regresaría. Los peritajes no pudieron confirmar ni descartar la autenticidad de la cinta, alimentando aún más las especulaciones: una secta en Ecuador o Colombia, una fuga por un desengaño amoroso con una compañera de trabajo, un secuestro extorsivo sin pedido de rescate. Incluso una parapsicóloga «vio» su cadáver en un tanque de la colonia, donde solo encontraron el cuerpo de un gato.

Entre las teorías más inquietantes surgió la posibilidad de motivaciones políticas. ¿Estaba Giubileo investigando si la Colonia Open Door había funcionado como un Centro Clandestino de Detención y Tortura durante la reciente dictadura militar? Aunque no se le conocía militancia política reciente, sus dos cuñados habían desaparecido durante el régimen militar, y se rumoreaba que sospechaba que habían estado detenidos en Open Door. A menos de dos años del fin de la dictadura, la idea de un secuestro para silenciar esa investigación no parecía descabellada, especialmente tras las amenazas recibidas.

La investigación judicial se estancó desde el inicio, navegando sin rumbo en un mar de pistas inconclusas. Pero la versión más persistente, la que resonaba con más fuerza en el testimonio de sus amigas y familiares, fue la declaración de su tía Nélida Lanzatti: «Ella estaba investigando el tráfico de órganos en la Colonia, esa fue su perdición».

La frase que Giubileo dirigió al «Loco» Cano antes de desaparecer, mirando la puerta abierta de la Casa Médica – «Uy, yo dejé cerrada la puerta y está abierta» – se erige ahora como un escalofriante indicio: alguien la esperaba adentro. Y la obsesión de Cecilia por los pacientes con ojos claros que desaparecían misteriosamente, sus preguntas sobre ablaciones y tráfico de córneas, su creciente nerviosismo y la barricada improvisada con su cama contra la puerta de su habitación, pintan un retrato sombrío de una mujer que se adentró demasiado en un laberinto de oscuridad.

Solo en el año de su desaparición, 185 pacientes se esfumaron de la Colonia Open Door. Siete años después, en 1992, otros 107 huyeron. Ese mismo año, el director Florencio Eliseo Sánchez fue detenido y procesado por corrupción, un escándalo que sacudió los cimientos de la institución, aunque su arresto no estuvo directamente relacionado con la desaparición de Giubileo. Sánchez, el hombre que quizás conocía la verdad sobre el destino de la doctora, se llevó su secreto a la tumba, muriendo en prisión pocos meses después de su detención.

El expediente judicial, que llegó a acumular más de 700 fojas, mantuvo la carátula de «búsqueda de paradero» hasta su prescripción en el año 2000, siendo archivado definitivamente. El enigma de Cecilia Giubileo persiste, una herida abierta en la memoria de una democracia que, en sus albores, conoció la sombra inquietante de una desaparición sin respuestas. La noche que la democracia tembló en la Colonia Open Door sigue siendo un recordatorio escalofriante de que los fantasmas del pasado a veces acechan en los rincones más inesperados.

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