En medio de la nada
sin rastros de otras vidas

Algo agitado, con el cansancio en su cuerpo, luchaba con la última lonja de carne cruda que rebalsaba de su boca. Era un pez fuera del agua, boqueaba por instinto contra todo pronóstico. No tenía fuerzas para masticar ese último bocado. No tenía aliento, y se esforzaba hasta para mantener los ojos abiertos, que cada tanto brotaba una lágrima que rodaba por su sien y se secaba casi al instante con la brisa veraniega, mientras permanecía acostado, mirando el cielo estrellado que asomaba entre el ramerio del árbol seco en medio del llano, en medio del horizonte, en medio de la nada, en medio del silencio, en medio de la inmensa oscuridad que desolaba.

Por momentos no sabía si era imaginación, delirio o era el momento previo a la muerte que  la mente divaga surrealismo, o realmente estaba sintiendo como se desprendía de su cuerpo y comenzaba a flotar para enredarse en el ramerio de pocas hojas de un árbol que agonizaba como él. Tenía calma, tenía paz. la misma serenidad que tiene un perro cuando sabe que está por morirse y sin más remedio busca con la cabeza gacha y el rabo entre las patas, un rincón alejado de todo.

Lo poco que quedaba de su cuerpo era recorrido por estremecimiento y tranquilidad. Tranquilidad de saber que sus horas de sufrimiento estaban llegando a su  fin. Se veía así mismo, o lo poco que quedaba de piel y carne por encima de su pecho por donde escapaban los huesos de sus costillas. Un pedazo de torso desnudo y maltratado, sin brazos, sin piernas. Quedaba su cabeza, sin lengua, sus quejidos casi mudos. Sin labios, con toda la dentadura y encías pegando de lleno al aire nocturno de enero.

Sus ojos clavados en el infinito de la noche estrellada, como todas las últimas noches que pasó debajo de ese árbol, testigo involuntario de aquel hecho digno de una página de diario sensacionalista con tapas de acribillados. Su mente dispersa buscaba las sonrisas de su hija, esos momentos brillosos de infancia que hacía tiempo se esfumaron, como los paseos en familia, tomado de la mano de su esposa. viejos proyectos inconclusos, sus ambiciones perdidas y sus ganas de tenerlo todo vencidas. Mientras lo aquejaba cierta culpa, pensaba en el momento que fuera descubierto como un cadáver, la culpa de no tener valentía para despedirse de su hija mirándola a los ojos, la culpa de ni siquiera tener coraje para un suicidio correcto. En cambio, ahí estaba muriendo involuntariamente, producto de sus propias decisiones, por la exasperación de aquello que es inevitable.   

Ahí estaba lo que quedaba de él, con la tez blanca pálida color cremita enrarecida. Al costado de su cabeza;  las uñas, de tres noches anteriores, que confirmaban que alguna vez ese cuerpo tuvo extremidades. Ningún forense iba a entender que había pasado con su cuerpo cuando lo encuentre algún baqueano o alguno de esos que salen a hacer ecoturismo encima de sus bicicletas por entre medio de pajonales en caminos rurales polvorientos. 

La noche anterior y febril, aún cuerdo pensaba en todas aquellas conjeturas, las fotos de lo que quedaba de su cuerpo en primera plana de Crónica con el título en rojo sangre “Hallazgo Macabro” en los límites de Brandsen y Jeppeners en un campo olvidado sin trigo, sin soja, donde solo sobreviven las alimañas. Las hipótesis de los forenses preguntándose con una Coca-cola fresca en sus manos, secándose las frentes bajo el sol radiante; ¿Quién pudo haber hecho semejante bestialidad?. Seguramente lleguen a la conclusión que el finado murió de un ataque cardiaco y sus restos fueron atacados por carroñeros hambrientos, mientras la prensa quizás escriba o hable desde sus móviles en directo de un posible ajuste de cuentas o de una temible secta que hizo un ritual con ofrenda humana. Reía con su garganta y en altibajos pensaba en Lorena, su niña de quince años, cuando la noticia golpeara la puerta de casa. En ese caso sería mejor que sus restos, nunca fueran hallados. Prefería que pensara en su padre como un despiadado que la abandonó, a que sepa la morbosa verdad y quede en su mente como un loco despiadado. Como dice el dicho; la locura tiene mala prensa.

De pronto caía en la cuenta que ya no era tiempo de pensar en los demás, se puso serio y prestaba atención a su presente. Ahí solo, acompañado por el ruido sin fin de los grillos que por el momento, eran ensordecedores y por otros le indicaba que aun estaba vivo. El ruido de algunos pájaros revoloteando. El viento pegando en los pocos pastizales sobrevivientes de la sequía y el gusto amargo de la carne cruda. Cayó en la cuenta que a los últimos rezagos de carne a los que llegaba con esfuerzo estirando el cuello hasta sus hombros, se estaba descomponiendo, por primera vez saboreó la carne podrida, le dio cierta arcada, pero era lo que tenía cerca para saciar su última noche de hambre.  

Mientras sin poder hacer nada, inmóvil, cansado de su desdicha, por primera vez un roedor se acercó hasta él. Olfateaba todo a pasos tímidos, su nariz brillosa, sus bigotes rozando el suelo y sus ojos rojos diminutos. No apreciaba que aún estaba con vida. Frunció su ceño, se acordó de un documental de la National Geographic donde los animales carroñeros detectan cuando su presa está a punto de morir, como el famoso niño africano moribundo es observado por la paciencia de un buitre. Sacó algo de fuerza para espantarlo con un grito gutural directo de su garganta profunda. El animal huyó, con tiempo suficiente para no dejar pasar la posibilidad de llevarse unos huesos del meñique que estaban tirados desde hace unos días. Le dio bronca, se sintió ultrajado, porque eran de su propiedad y nada ni nadie tiene la potestad de arrebatar lo que no es suyo.

Esa mañana, la del sábado, fue la que más tiempo durmió. Despertó con la resolana de lleno en sus ojos cerrados. Con el cuerpo cansado, que a duras penas podía levantar la cabeza de cabellera pegoteada de sangre y tierra. Le esperaba por delante el peor de los días con el sol furioso. imposibilitado de juntar lágrimas, ni transpiración ni sangre para saciar su sed. Todas sus heridas estaban secas con costras. Y se enojaba por no llegar a sus ampollas de agua que podía ser su única fuente de líquido. Intentó en vano tomar envión para darse vuelta y arrastrarse, buscando aunque sea, apoyar lo que quedaba de su boca en algún rincón de tierra húmedo, pero no lo logró. Su corazón latía fuerte y la respiración se agudizaba. 

Lo había pensando todo, pero no como seguir tomando líquidos, recordaba que no tuvo en sus cálculos sobrevivir más de cuatro días en ese estado. Lo suyo era un milagro maldecido. El torso y la cabeza apenas se movían en su melancólica respiración. La desgracia era seguir viviendo rodeado de un altar improvisado de sus huesos limpitos de los brazos, dedos, pies y piernas. 

El viernes despertó sobresaltado con un dolor punzante que nacía a la altura de su codo derecho con el hueso blanquecino y conectaba internamente directo hasta detrás de la nuca. Con los pocos dedos que le quedaba de la otra mano, se contenía, fue el dolor más fuerte que tuvo desde la primera vez que intentó desmembrarse el primer pie. El mediodía del jueves, fue la última vez que se había cocinado su comida, y aun sentía cerca de él, olor a brasa consumada. Miraba las cenizas como se esparcían levantando vuelo en el aire, los pocos troncos renegridos y resquebrajados. Se levantó una ventisca que le tapó los ojos de tierra, los refregó con lo que quedaba de su última manó, buscó como pudo sentarse a los pies del árbol y lloró como un chiquilín malcriado. Pedía perdón, pedía volver el tiempo atrás, se acordó de su Dios, pedía piedad y que aunque sea por una única vez en su vida tener algo de suerte, que alguien de forma inesperada llegara hasta ahí, en el medio de la nada y lo salvara de sí mismo. 

Se acordó de su difunto padre, y de aquellas tardes de sábado cuando él era un joven e iban a pescar a orillas del San Borombón. Se acordó de su madre, y como impregnaba la cocina de olor a torta de manzana los días de lluvia. Volvía una y otra vez a a la imagen de su hija recién nacida, su hija dando sus primeros pasos, su hija en la playa jugando con castillos de arena. Volvió a refregar su cara, juntó en las yemas de sus dedos esas pocas gotas de lágrimas, para sentirlas suave pasando por su garganta como un néctar agridulce. Su rostro renegrido entre llagas, sus dientes amarillos y secos, su encías apenas rozadas al descubierto y sus labios, arrancados, en un acto de arrebato de hambre y ansiedad en la madrugada anterior, donde con sus dientes fue masticando, clavándolos en la carne dura, que uso por varias horas como chicle, algo cartilaginosa y difícil de digerir, hasta que desistió y escupió para llevar algo a su estómago, hizo lo mismo con su lengua que después de aprisionarla con sus dientes, la desprende justo detrás del frenillo y la masticó, la masticó lo suficiente hasta tragarla  ahogándose en su sangre, con la parecía hacer gárgaras tibias y pudo saciar su hambre y sed.

Ese fue el día que terminó por devorarse la pierna entera asada en el almuerzo y cruda en la cena lo que quedaba de su mano y su brazo entero izquierdo, hasta unos pequeños bocados de su hombro que ya sabían a gangrena..

El día anterior ya sin un brazo y con una sola pierna, despertó con unas moscas verdes girando en círculo por su cabeza que cada tanto se posaban en su espalda, nariz, en la sien. Lo fastidiaban hasta que ofuscado se repuso, rascó su nuca, miró para todos lados encontrando que en el horizonte todo seguía tal cual como los dos días anteriores. Por alguna razón incierta, se despertó con ganas de salir de su zona de confort. Debajo de ese árbol que para lo único que servía era para sentirlo hogar y cada tanto tener un respaldo. Esa mañana no estaba el cielo tan azul y esperanzado, esperaba que lloviera para tomar algo de agua. Se sentó entre quejidos y como por arte de magia, vio que a unos pocos metros sobre el suelo, un tronco en forma de Y. Con algo de esfuerzo se arrastró. Llegó.  Lo acomodó debajo de su axila y usó como muleta para salir de las inmediaciones, con la intención de evitar seguir sacando partes del cuerpo. Busco nidos, y solo encontró serpientes debajo de piedras, pero como desde chico le tenía fobia, fue el único animal que no se animó a cazar.  Buscó cuevas de armadillos y madrigueras sin tener suerte. Solo vio algunas liebres saltando entre pastos, pero no estaba en condiciones, también buscó alguna vertiente, algún zanjón natural aunque sea de tierra mojada, la sequía era incipiente.  Estuvo merodeando hasta el mediodía, que volvió a su lugar adoptado, cabizbajo.

Era un náufrago en la estepa, en medio de la llanura inmensa. Revoleó su muleta con rabia. Gritó desde sus entrañas. Se tiró del pelo, hasta dio golpes con la nunca sobre el tronco de su árbol al que nunca le puso nombre. Ni siquiera hablaba solo, solo sus diálogos con preguntas y respuestas estaban en su mente, era una manera de ahorrar energía y era con lo único que estaba acostumbrado a lidiar. Por un momento se puso a jugar con unas hojas y unas piedras en el suelo; recordó la payana. Buscaba disuadir sus ideas y escabullirse de la necesidad de saciar el hambre que cada vez se hacía más presente. Se recostó buscando pasar las horas, le fue imposible. Escuchó ruidos como pasos, ramitas resquebrajándose. Se quedó inmóvil, con todos sus sentidos alerta tratando de ni siquiera hacer ruido con su respiración. No veía nada en la cercanía y su estómago empezó a zumbar. Ya había terminado con un brazo y con una pierna entera que saboreó hasta los huesos. No podía sacarse la otra pierna ni el otro brazo porque en su lógica terminaría siendo una lombriz inútil. Tomó el tronco que había dejado cerca del árbol y en pequeñas puntadas abrió su estómago cerca del ombligo, Un orificio justo y necesario donde cabían dos dedos. Inciertamente no le dolió, tampoco sangró demasiado, aunque sí lo suficiente para humectarse cada tanto los labios, mientras por el agujero fue metiendo sus dedos, estiró la piel hasta meter la mano entera, tocó algo, lo tomó y sacó parte del intestino que permanecía baboso. sacó metros, un riñón y pedazo del hígado. los clavó en ramas y se los hizo brochete. Estaba feliz porque por primera vez no sentía sufrimiento.  Esa tarde siguió alimentando el fuego y con sutileza fue sacando pedazos de carne de su estómago con el cual se hizo un gran banquete. Del pecho, podía ver cómo asomaban los huesos de las costillas que quedaban indefensas. Fue la primera que sintió que no estaba frente a carne, veía hermosas y gustosas lonjas gruesas de fiambre, el mejor fiambre de su vida, Se tomó el trabajo de colgarlos de la rama más cercana del árbol, para luego ponerlas cerca de las brasas sin que le diera el fuego directo, para que tomaran sabor ahumado. Esa noche, no esperó a que el sol se despidiera por completo, y sentado se dió una panzada.

 La luna sin darse cuenta, se escondió en la inmensidad de la noche oscura, donde en altas horas de la madrugada, las estrellas también se apagaron. El dolor no fue escarmiento, solo una consecuencia de su estómago lleno que lo dejó dormir hasta el alba.

 En aquella  primera noche, donde aún era un inexperto, y con una piedra lisa  a golpes fuertes y secos le costó separar su pie del resto de la pierna. Se daba golpes, y más golpes y más golpes, mientras gritaba en cada machucón que daba en su piel que instantáneamente se puso morada. Golpeaba con toda su fuerza, porque, si algo sabía, era que cuanto más violento, más fuerte, más rápido terminaría con el sufrimiento que mordía entre dientes. Le impresionaba como su pie se volvió flácido, mórbido, zonzo, sin motricidad, que a pesar que se resistía a desprenderse por los nervios y tendones, ya no lo sentía parte de él. Entre el sufrimiento y la impresión de convertir su extremidad en un pedazo de carne, atinó a dejarlo de lado, lanzó arcadas de estómago vacío. Por un buen rato no quiso saber más nada con aquello que estaba haciendo, pero la desesperación y a pesar de la resistencia, lo volvió a tomar en sus manos, con ligereza le sacó las uñas, y lo despellejó quitándole toda la piel. Volvió a darle con la piedra para cambiarle la forma, para que lo más pronto posible pase a ser un pedazo de carne común de carnicería, cambiar su apariencia  y poder engañarse así mismo. Como pudo, junto algunas ramas secas del suelo y prendió una pequeña fogata donde cocinó, y donde después de tomar algo de su sangre que junto como pudo en la palma de sus manos. Apoyó la pierna directo al fuego para cauterizar. El olor de la carne le abrió el apetito que después de comer con desesperación se dio  cuenta que no era lo suficiente. Pero la experiencia le enseñó a buscar un tronco firme, le sacó punta, palpó las articulaciones a la altura de la ingle, tomó coraje, eso que tanto su mujer decía que no vino en su ADN, y arremetió en una seguidilla de puñaladas de un lado y del otro de la pierna, una, dos, tres, diez, innumerables veces hasta que la pierna cayó a un costado de su cuerpo, como cae un tablón suelto después que el carpintero pasa la sierra sin fin. 

Preparó el fuego como el ritual de cada domingo en familia. Atravesó la carne de lado a lado con unos pedazos de alambre oxidado que encontró en las inmediaciones y con paciencia esperó a ver como la carne echaba humo con aroma a carne vacuna. Cuando comió su pie; su mente pensaba en una tira de asado y cuando fue por  su muslo pensó en el mejor lomo y jamón. Aunque su propia carne, era algo dulce, algo insípida y bastante seca. 

Fue un martes 7 de enero, apenas había dormido entrecortado, su cabeza buscó que se mantuviera en blanco, dio varias vueltas en la cama que más de una vez su mujer le regañó. Hacía tiempo que lo venía pensando, aunque no tenía ningún plan. Es que todas las veces anteriores que lo pergeñaba, por algún motivo siempre terminaba fallando o abortando las ideas. Era mejor no pensar, solo actuar y que todo se diera de forma  natural. Esperó sentir la puerta de entrada que se cerrara, Disfrutó unos minutos la suavidad de la cama y las sábanas Se levantó descalzo para sentir el frío del porcelanato suave, se baño sabiendo que era la última vez con agua templada. Se colocó una remera blanca de algodón, unas bermudas y sus zapatillas más cómodas, con las que de vez en cuando salía a trotar alrededor de la plaza. Caminó hasta la puerta, dejando atrás todo el baño desordenado y el toallón mojado sobre la cama. Antes de abrir la puerta, se detuvo frente al único retrato enmarcado que había de la familia sobre un modular donde acostumbraban dejar los juegos de llave. Miró la sonrisa de Lorena en una tarde de domingo en invierno. Sus ojos se inundaron, respiró profundo y salió sin dar vueltas de llave, sin voltearse, solo, salió y caminó pretendiendo salir de la mirada de los vecinos en la primera esquina.

Caminó sin saber a donde, solo tenía en mente dos premisas; una que iba  sólo a caminar y dos, que no iba a volver jamás. Estaba decidido a dejar atrás todo aquello que conocía como vida. Aquello que conocía como familia. Aquellas situaciones que tanto lo atormentaban y nunca antes tuvo la valentía de enfrentarlos. Caminó en solo una dirección pero sin saber su destino. Agarró la avenida principal que atravesaba varios municipios en dirección al sur. En un determinado momento recordó que llevaba consigo el celular y lo arrojó al asfalto donde al instante fue pulverizado por un camión de carga que pasaba a toda marcha. Caminó por la avenida por el sendero del medio del boulevard hasta que se convirtió en ruta, y la ruta chocó contra una vieja estación de tren abandonada. Después de descansar en el último banco de madera que viera y con el sol acuesta pegando de lleno en el cuello, continuó rumbo por encima de las vías y durmientes, cada tanto pateando algunas piedras sueltas, hasta que el sol se volvió intolerable y sin saber cuantas horas ni cuántos kilómetros hizo, bajó por el terraplén y siguió camino por entre pastizales. No había rastros de vida por donde mirara. Todo era una planicie, pastizales y tierra seca resquebrajada. Ni un solo árbol a la distancia, solo a lo lejos se veía el tendedero del cableado de corriente, lo que le daba la certeza que si seguía en esa dirección o por las vías, llegaría al menos algún paraje. Pero el calor, no lo dejó avanzar y se dejó vencer bajo las raíces de un viejo árbol moribundo.

Rascó su cabeza mojada de transpiración, sus piernas estaban flojas, por tanto caminar. Miró el cielo y el sol aún encandilaba, pensó si ya eran más de las 2 de la tarde, horario en que su esposa regresaba de trabajar y refunfuñaría por encontrar la toalla húmeda sobre la cama, las luces encendidas, con el suelo enchastrado de sus pisadas. Esposa de la que hacía tiempo deseaba separarse aunque la consideraba una excelente persona; trabajadora, buena madre, mujer que se desvela por cumplir los cánones de la familia perfecta, meticulosa, ordenada, siempre atenta, pero fría por las noches ahogada en cansancio crónico. La familia disfuncional se completaba con una hija a la que siempre se le dio todos los gustos, pero cuando se convirtió en adolescente y cuanto más crecía, menos sabía lo que quería, aunque, quería todo menos estar con sus seres queridos. Siempre detrás de una pantalla, con auriculares en vez de oídos y una amiga del otro lado que le decía que todo era una mierda, la vida una mierda, los padres una mierda y ella asentía. 

    Estaba cansado de sentir que su existencia era una serie de sucesos infortunios.

  El día anterior, lunes de reyes, con su esposa como venían haciendo desde que Lorena nació, se levantaron juntos, tomaron el regalo y la despertaron con una sonrisa edulcorada. Luego tomaron café como pocas veces hicieron en los últimos años. Ella se fue a trabajar con un beso en la mejilla y él se encargó de llamar a su psicólogo y psiquiatra para renunciar a las terapias. Estaba harto de hablar sin notar ninguna diferencia. Ya hacía unos días que en un ataque de furia y depresión regaló sus libros de Coelho y Rolón a la biblioteca popular del barrio. Había abandonado las charlas por zoom con círculos de auto ayuda. Sentía que lo había probado todo, incluso refugiarse en el evangelismo y en los mantras sagrados del budismo. Hasta dejó de frecuentar a su amante, porque se le volvió una demanda en vez de una aventura que lo sacara de la pesada realidad.

Esa noche su hija se fue a dormir a la casa de la amiga. Él y su esposa cenaron temprano y tuvieron sexo repentino, algo que no pasaba hacía tiempo. Pero nada, absolutamente nada esta vez, lo iba hacer cambiar de parecer cuando despertara.