calles del barrio
las calles vacias del barrio

Se podía respirar el olor a miedo, detrás de las ventanas de las casas vecinas. El barrio a cielo abierto. Sin hojas en los árboles, apenas brotes de primavera. La calle vacía. Ni un perro jugando con su rabo. Ni gatos en las cornisas. Unos papeles creían ser barriletes remontados en la brisa.

El silencio cortado, roto por el canto de los pájaros, que revoloteaban de un lado a otro. El sonido de un silencio opaco que se hacía eco en los pocos zaguanes, en los porch, en los cables, en el asfalto rajado, en los pocos tapiales, en las rejas, en el agua podrida del cordón de la calle.

Aún quedaban las marcas del caucho del Falcon que salió arando. 

Como la peste y el horror al contagio, los vecinos que estaban agazapados detrás de las rendijas de las persianas y en penumbras, volvían a su rutina, cuando se aseguraban que ningún forajido ande a la vista hurgando en los rincones o debajo de las camas de las casas del barrio. Los llaman  bichos bolitas, andan en la humedad de la sombra y salen de repente hasta por debajo de las baldosas. Ellos todo lo saben, no se sabe como, pero tienen orejas en cada comedor, en cada patio, cada baño, en cada conversación familiar y reuniones de amigos y tienen la precisa para saber, donde tienen que cometer su trabajo.

Fue un día de primavera, la última vez que se los vieron. Llegaron para barrer los rezagos comunistas, que ya no eran tan zurdos, más bien peronistas. Era una mañana como cualquier otra pero de suaves y cálidas brisas. Para Don Pedro con el cuerpo temblando con piel de gallina era un día  de un crudo invierno. Sentado con la angustia contenida, con cara de nada disimulaba en la punta de la mesa. Con pava en mano cebaba un mate amargo, mientras tragaba impotencia por la garganta anudada. Se atragantaba con la saliva espesa. Sus ojos brillosos de párpados caídos. Movía sus pies inquietos en chancleta que disimulaba por debajo del mantel blanco. 

Aún no tenían una máquina, para extraer pensamientos cada tanto decía, y su mente daba vueltas, mientras le daba sorbos a la bombilla, con la idea fija en su revolver bien guardado, en una caja de zapatos, con una bala en la recámara, con la que hacía meses, todas las noches, intentaba volarse los sesos.

¿Hay algo peor para un padre que un hijo muerto? claro que sí, que este desaparecido, porque al menos, si estuviera muerto, uno descansaría más tranquilo, porque te acostumbras a vivir con tus muertos. No hay nada más corrosivo que la incertidumbre. No se a qué siguen viniendo, pensaba Don Pedro; si se llevaron lo más importante. Los padres y abuelos sabemos que lo peor nunca termina, es infinito, porque lo peor resultó ser invisible a los ojos de una ciudad despierta. la que todo saben o sospechan pero todos callan, haciendo caso omiso a la frase que recala en cada cuerpo, en cada mente, en cada miedo; “El silencio es Salud” y es mejor prevenir que curar, porque hay cicatrices que nunca dejan de doler.

Don Pedro esa mañana, desde la cocina escuchaba bullicios, el sonido de varios hocicos respiraban cada rincón de la casa, ropas, cajones, armarios, colchones, el galpón y hasta la mermelada de la heladera. La ropa interior de Mirta guardada en los cajones de un modular. En los cuartos contiguos se escuchaban cosas caer, patas de madera de muebles arrastradas de un lado a otro, portazos y vidrios estallando en el piso en el interior de cada dormitorio. 

Media hora después los bicho bolita , con anteojos oscuros y bigotes recortados prolijos al filo de los labios, salieron pasando por delante de él sin decir una sola palabra. Uno de ellos, el más alto, se lo quedó mirando, desde la otra punta de la mesa, pero Don Pedro no le dirigió la mirada, que seguía clavada en un punto fijo de la pintura descascarada de la pared que imaginaba la silueta de Mafalda.

Los perros, dos brutos ovejeros alemanes con baba blanca y lengua seca, agitados salieron con fuerza torera llevándose a los otros dos sujetos del bretel directo al coche. Mientras el más alto, con cara de mármol se quedó mirando a Don Pedro. Dio un golpe seco sobre la mesa, para alarmarlo, sacarlo de sus cabales, pero no pudo. Don Pedro, emulaba una estatua, sino fuera porque se le notaba el movimiento de la nuez de adán tragando amargura. Cuando el hombre se dio vuelta para perderse por la arcada de la puerta principal,  lo miró de refilón y vio como en la otra mano se llevaba una foto, la única que le quedaba, arrancada de un portarretrato, la última imagen que tenía de su hija que hacía más de cuatro años que salió con la mochila a cuesta y jamás regresó.

No era la primera vez que lo visitaban. Desde la desaparición le cayeron unas cuantas veces que había perdido la cuenta. Otras veces se llevaron ropa de ella, otras; cuadernos y anotaciones, siempre dejando mas vacía la casa de recuerdos. 

Mirta tenía veintitrés años al momento de su desaparición. Hacía poco se había convertido en la única hija de Don Pedro. En el único sostén para seguir respirando, el lazo vivo de ese hombre que de a poco y a cuesta de los años se iba marchitando, secando por dentro y por fuera. Doña Argentina, su esposa paraguaya hacía unos tres años había muerto de un cáncer de útero irreversible y apenas unos meses después, Claudia su hija mayor salió  un domingo de picnic a las costas de Quilmes con su novio, donde juntos encontraron la muerte ahogados en un pozo de arena de los que se hacen en las patas de los muelles. A Mirta, de chica la llaman la muñeca del barrio, de tez clara, ojos marrones oscuros y una cabellera ondulada en composé con su mirada. Siempre sonriente, como en ese retrato, el último que le quedaba Don Pedro. Esa última mañana, temprano antes de salir a su trabajo, como cada día de semana entraba al cuarto de su padre y lo saludaba con un beso en la frente y le regalaba una risa iluminada, le regalaba las ganas de levantarse de la cama. 

En estos últimos años se había convertido en restos de lo que supo ser, apenas comía, su tez era la de un enfermo que deambulaba por los pasillos de un pabellón de hospital. se le caía de tanto en tanto el pelo canoso crespo. Quienes lo conocían olvidaron el tono de su voz si no fuera porque cada tanto en los atardeceres lo veían hablando solo entre las flores muertas de su jardín.

Mirta tenía veintitrés años aquella mañana que nunca mas volvió. Apenas había terminado el colegio, enseguida con apenas la mayoría de edad consiguió trabajo como operaria de la sede de Monte Chingolo de SIAM, a donde iba esa mañana que nunca más regresó. Por las averiguaciones de Don Pedro, ese día ingresó como todos a horario, se desempeñó en su trabajo y salió a las cinco de la tarde. y desde ese entonces nadie supo más de ella. Ese atardecer que ella no regresó a casa, a Don Pedro no lo alarmó. Cada tanto ella se iba con sus amigos, los mismos compañeros de trabajo, con los que se reunía en alguna casa para comer, reír, vivir la juventud. A Don Pedro lo sorprendía cómo y a pesar de no haber seguido ninguna carrera, ella seguía ligada a los libros, al pensamiento crítico, preocupada por la política y los deseos y anhelos de derechos prohibidos. A Don Pedro le encantaba verla así, llena de utopías y sueños por concretar, era una forma de verla aniñada y joven.. Aunque Don Pedro sabía que no era momento para plasmar sus ideas inquietas.

Después de dos noches de ausencia y sabiendo que afuera se respiraba olor a verdugos. Ante la mínima sospecha que pudiera estar viva y podrían venir a certificar si andaba en algo que no les gustaba, entró su cuarto, reviso cada libro y cada panfleto bien guardado y en una madrugada espesa, en el fondo de su casa, junto a hojas secas, los hizo ceniza.

Don Pedro sabía que afuera no se vivía bien, cada tanto llegaba a sus oídos historias de corridas, gritos en descampados y los rumores de un Pozo en Banfield. Las semanas siguientes a que Mirta no volvió más, Don Pedro hablaba con uno, con otro. Esperaba agazapado en la puerta de SIAM a la hora de salida, hasta que dio con un joven morocho de la edad de su hija. Lo tomó del brazo y se lo llevó a la esquina. y en la ochava casi susurrando a los oídos le preguntó por ella, a lo que el joven con algo de miedo en la sangre le dijo que  Para muchos la SIAM es el aguantadero de obreros descarriados. Acá adentro también hay infiltrados. Ya desaparecieron cientos. Algunos porque fueron chupados, otros porque escaparon y vaya a saber dónde se escondieron, ojala su hija se de los que zafaron. No averigüé más, hágame caso. El joven se perdió entre el tumulto que esperaba en la esquina que pasara el 271 para Rafael calzada.

 En la comisaría nadie supo del paradero de Mirta, en la misa dominical tampoco. En ninguna esquina, en ninguna verdulería ni en ningún salón de peluquería. Las plazas se volvieron desiertas y los paredones del ferrocarril amanecían con pintadas. 

En la cuadra Mirta fue la tercera en desaparecer, sus dos amigas de la infancia habían corrido la misma suerte semanas antes. La Susana que vivía en diagonal a su casa de la vereda de enfrente y la Olga a tres casas de por medio.

Hace poco más de un año que el barrio se había vuelto un lugar hostil. Pero para ese entonces, para Don Pedro, como para cualquier hombre de su edad que se había criado entre el trabajo y la casa, sin meterse con nadie ni nada ni había participado de huelgas ni marchas, todo eso eran cuestiones ajenas. hasta la masacre de Pasco era un suceso aislado y hasta para ese entonces un enfrentamiento donde las víctimas se lo buscaron. Hacia poco mas de un año que nueve hombres y mujeres pertenecientes a la juventud peronista, fueron arrancados de sus casas, otros levantados mientras caminaban en la calle, los recagaron a palos, les partieron los ojos, los brazos y las piernas, los lastimaron para que primero sientan dolor. luego llevados a un terreno baldío a los fondos del barrio, los fusilaron y los dinamitaron, dejando olor a carne chamuscada impregnada en las paredes de las casas lindantes, trozos de carne regados por el asfalto, intestinos colgando del tendido eléctrico como una escena exagerada de cine de terror de clase B.

Seis meses después en pleno primer otoño de organización nacional encontraron asesinado a quien fue el primer cura desde la fundación del barrio, con la lengua cortada, los ojos hundidos y el miembro cortado sobre la mesa donde practicaba la misa diaria. El ERP se había animado a meterse al batallón de Viejobueno en Monte Chingolo a unas pocas cuadras de SIAM, para proveerse de arsenal y terminó siendo una caza de bruja con treinta y seis muertos.

Don Pedro con solo su alma a cuesta, buscó por donde sea una respuesta. Incluso que le confirmaran la muerte, necesitaba saber que fue de su hija durante seis años hasta la última primavera del bastión oxidado. Buscó en hospitales, en loqueros, busco en puterios de sargentones correctos,  que comulgaban con hostias entre sus familiares directos. Buscó de noche y de día, mientras la cama de Mirta, seguía vacía. Busco el paradero en cada página del diario. Fue a las morgues, a diferentes vecindarios. Busco en las aguas del río de la plata, y el día que supo que el mar amaneció trayendo cuerpos a las orillas en Santa Teresita, viajó a la costa atlántica.

Nunca pudo dar con la Sonrisa de Mirta, que deseaba a todos los cielos que no se la hayan apagado con tortura o dolor, que no se la hayan cogido en malón, que no la hayan desgarrado por dentro y por fuera. Pedía piedad a las bestias ignorantes llenas de un poder impúdico. 

El dolor era cuesta arriba, se hacía carne y los sueños pesadilla. La carga era demasiado grande, como costales de indiferencia. Una noche al fin llegó. Los bichos bolitas ya no aparecieron mas por el barrio, ni por su casa. Ni los hocicos de esos perros anabolizados. Esa noche que tanto esperó; estalló en un vacío de luciérnagas inquietas y cantos de grillo. La luna estaba intacta, las estrellas en su mismo lugar. Don Pedro comenzó a caminar entre los fantasmas perdidos.