Como todos los días se pasaba horas sentado, aplastado en su silla. Cada tanto en su rutina mojando sus dedos en una almohadilla redonda  naranja sobre su escritorio para pasar fácil de página. Ya había revisado casi cincuenta archivos y aun sobre su escritorio metálico grisáceo descascarado y oxidado, quedaba una pila de la misma cantidad. Cada tanto rascaba su calvicie con cuidado, metiendo sus dedos con extremo cuidado evitando despeinar su poca cabellera, acomodada lo mejor posible para evitar tapar su complejo de calvo. Rómulo era un solterón  de más de cincuenta años, de los cuales, sus últimos veinte, hacía que trabajaba en el mismo puesto de archivista para el estado. Trabajaba solo y sin contacto con el resto, salvo a la hora de la entrada y la salida donde se cruzaba con sus compañeros que no solo no lo saludaban, ni siquiera cruzaban mirada. Su oficina estaba ubicada en el último subsuelo y era lo más parecido a un nido de ratas. Rodeado de estanterías llenas de carpetas con hojas húmedas y rancias. La luz amarillenta, dos tubos fluorescentes iluminaban todo el cuarto y estaban justo encima del escritorio.

 Nadie se animaba a bajar esas escaleras, a lo sumo, cuando necesitaban archivar un documento, lo dejaban sobre uno de los escalones y Rómulo en su idas y vueltas al baño aprovechaba para agarrarlos. Nadie se animaba a más, nadie se interesaba por ese lugar, ni por él. Detestaban sentir el vaho mezclado de polvillo y ácaros  que salían del sótano, mezclados con los olores corporales de Rómulo. Los pocos que se animaron, fue hace años, y en rumores de pasillos, que a lo largo de los años fue corriendo de generación en generación, diciendo  que el lugar era hostil tanto como Rómulo. De quien casi nadie conocía su voz, sólo su risotada ganza, que dejaba ver sus dientes amarillentos enmantecados con aliento fétido. Para muchos era el monstruo de las penumbras, un ser vil. Estaban quienes lo compraban con el Jorobado de Notre Dam por su espalda curva, y sus brazos largos que al caminar movía de adelante hacia atrás como un gorila.  Cualquiera que solo se animara a tener el pensamiento de ir al subsuelo, le daba repulsión, se le erizaba la piel y sabían que debían enfrentarse al universo de olores que descomponía. olor a encierro, a humedad,  transpiración, olor a orín en los pantalones de Rómulo.

 Las mujeres, no podían soportar simplemente saber que convivían a diario con ese ser tan despreciable que cada mañana intentaba saludarlas con un beso en la mano dejándoles telas de baba. Que les sonreía con una mirada que, según ellas, era la misma de un depravado sexual en potencia que luego iba a masturbarse en encierro, dejando sus calzoncillos húmedos.

Pasaron más de las seis de la tarde cuando Rómulo miró su reloj pulsera. Despegó el pantalón de su asiento. Sacó de uno de los cajones del escritorio un espejo y un diminuto peine de su bolsillo trasero, acomodó su pelo. Se colocó su saco caqui que colgaba de un perchero. A pesar de los treinta y seis grados de térmica se lo puso tapando los lamparones de transpiración debajo de sus axilas y salió a la calle.

Caminó por Talcahuano por la sombra de los edificios. De su frente brotaba sudor que cada tanto secaba con un pañuelo. Llegó a la esquina de Corrientes y se mezcló con el resto de gente apurada que caminaba en dirección a las bocas de subte, o se peleaban por arrebatarse el primer taxi. Rómulo, en cambio, parecía no tener prisa. Cruzó la calle y pasó frente a la pizzería Guerrin. Se sintió tentado, hacía tiempo que no comía la fugazzeta especial rellena de Jamón y queso acompañado de un copón de cerveza helada. Por un instante se quedó parado en la puerta entorpeciendo la entrada y salida de personas que al toparse lo miraban con desprecio, hasta que sonrió y pensó que era un buen día para darse un gusto. Parado en una punta del mostrador esperó ser atendido; tomó el plato y los cubiertos junto a la cerveza y buscó lugar entre dos ancianos que comían en una barra delgada de mármol sobre el ventanal amplio que daba a la avenida. Apoyó su portafolio de cuero cuarteado en el suelo entre sus dos piernas y lentamente con cuchillo y tenedor comenzó a cortarse porciones de pizza que iba llevando a la boca mientras en su rostro se le dibujaba una sonrisa.  Pensaba en esas pequeñas cosas, en esos breves momentos que tiene la vida que son tan placenteros como comer una porción de pizza de a pie.

Con el último bocado en la boca, tomó un sorbo de cerveza, limpió sus labios con una de esas servilletas de papel duro brillante que apenas absorbe la grasa de la muzzarella que queda en los labios y salió a la calle buscando la parada de colectivo. 

Llegó a su barrio, Almagro, pasada las ocho de la noche. Apenas colocó su llave en la cerradura, de adentro escuchó los gritos de su madre con una voz aguda que podía estallar cualquier vidrio. Apenas cerró la puerta en tono aniñado le dijo “quedate tranquilo, soy yo, tu hijo”.

-espero que no hayas llegado tarde por haberte ido a revolcar con cualquier mujerzuela… -dijo la madre en tono de reprimenda.

-No ma… -Había mucha cola para tomar el colectivo –mintió riéndose como el perro Patán tratándola de dejarla conforme.

-Anda a lavarte las manos ¡¡¡querés!!! La sopa ya está servida.

Rómulo pasó por el baño, haciendo caso a su madre, enjabonó lentamente sus manos, se las enjuago y las secó dejando la toalla blanca bien tendida sobre el toallero.

         La madre, una anciana robusta de cabello crespo canoso, estaba sentada en la punta de la mesa, esperando a su hijo para empezar a cenar.

-¡¿Podés venir de una vez?! Me estás volviendo loca.

Rómulo iba a tomar asiento al lado de ella cuando le pidió que le diera un beso. Con cara de hartazgo y resignación y revoleando la mirada, se agachó, le dio un beso en la frente y ella lo sorprendió tomándolo del cuello a la fuerza. Le olió la camisa buscando aromas femeninos, pero no encontró nada y se quedó tranquila.

La mujer tomó el primer sorbo de sopa desde la cuchara haciendo ruido ensordecedor. Rómulo en cambio, miraba la comida humeante que le revolvía el estómago. Le daba náuseas. Miró a su madre que con cuchara en mano hacía ademanes ordenándolo que comiera. Tomó aire e inseguro por el miedo a lo que venía, le dijo que tenía el estómago revuelto, que no iba a cenar. La madre golpeó con los puños cerrados sobre la mesa, su rostro se desfiguro, era un bulldog enojado y rabioso. Empezó a despotricar, a llorar por el desprecio que le estaba haciendo al igual que le hacía su difunto marido hace quince años atrás.

Rómulo comenzó a transpirar más de la cuenta y se paró.

-¿A dónde vas querido? -dijo en tono calmo- ¿se te enfría la comida?

-Voy a buscar la sal…-dijo entre dientes.

El hombre tardó más de la cuenta y la mujer volvió a ponerse nerviosa, refunfuñaba entre sorbos, hasta que volvió a escuchar por sus espaldas los pasos de su hijo y se serenó.

-¿hasta donde fuiste a buscarla? ¿no entiendo porque tardaste tanto, si la sal estaba donde siempre la dejo?

-Fui hasta el galpón…

-¿hasta el galpón? –preguntó ella sorprendida, mientras volvía a llevarse una cucharada a la boca

-Si… 

 Cuando la mujer en sus movimientos lentos intentó alzar la mirada para mirar por detrás, Rómulo, con la mente fría, con la mirada odiosa, arremetió dándole un golpe certero. Un mazazo en el medio de la nuca. En el silencio de la casa se escuchó el ruido de huesos resquebrajándose. Rómulo estaba ciego, aun veía a su madre viva y volvió con uno, dos, tres y hasta cinco golpes sobre la cabeza de su madre. Había un charco de sangre debajo de la silla. El cuerpo se desplomó al suelo como una bolsa de papa. Las paredes estaban regadas, igual que el rostro de Rómulo de una sangre bordó y espesa. Sobre el plato había quedado parte de los sesos. El rostro de la mujer estaba irreconocible, el cráneo deformado,  achatado y despedazado, estirado como pasado por una máquina de estirar masa para fideos. La muerte tenía rostro deformado y el asesino, su hijo, se dejó caer sentado al suelo. Sabía lo que había hecho. Estaba conforme, satisfecho. Sintió alivio y nada de culpas.

              Dejó pasar unos minutos hasta que su respiración agitada volvió a la normalidad. Fue hasta la cocina a buscar la cuchilla tipo hacha que usaban para descuartizar el pollo y comenzó a trozar el cuerpo de su madre para que entrara en las bolsas negras de consorcio. Tomó una pala de punta y entre los rosales del jardín del fondo metió cada una de ellas.

         La noche aún era calurosa. El noticiero en la televisión anunciaba que el resto de la semana seguiría con altas temperaturas. Rómulo se bañó, fregándose bien el cuerpo en agua caliente que inundó el baño de vapor. Se puso solamente un calzoncillo y volvió al comedor que ya estaba completamente limpio. Había incinerado su ropa y había limpiado las paredes con lavandina y hasta encerado el suelo. Su cuerpo parecía más liviano y una sonrisa comenzó a dibujarse en su rostro mientras se sentó dejando caer su cuero en el sillón individual. Sacó del portafolio que siempre llevaba a su trabajo, una revista de clasificados eróticos. Y al azar llamó a la primera que marcó con el dedo.

        Del otro lado del teléfono, la mujer le dijo, que en media hora llegaría a su domicilio. Rómulo se puso nervioso, corrió a su dormitorio como un adolescente y se puso la ropa más moderna que encontró en su ropero. Cuando estaba abrochándose los botones de la camisa frente al espejo, se le apareció la imagen de su madre enchastrada en sangre. Rómulo se tomó el pecho, un dolor profundo le agarró del pánico. Se apoyó sobre el ropero.

-Te maté… te acabo de matar

-No. No hijo mio, siempre seré tu madre y siempre estaré. No sabés vivir solo.  No sos bueno eligiendo…. ¿seguramente vas a traer una chirusa?

-Te odio. Como seguramente te odio mi padre en vida…. Te odio porque siempre te metiste en mis cosas. Jamás pude tener una mujer al lado. A mis quince años echaste al amor de mi vida. Después hiciste lo mismo con cuanta mujer te presenté. Hace veinticinco años que no beso a nadie, mas que tu frente. No hago más que trabajar y darte dinero. Siempre decidiste por mi… Ahora soy un hombre que va a decidir por su propia cuenta…

-Te equivocás… sabés que siempre estaré…

       Rómulo en un abrir y cerrar de ojos, se vio solo nuevamente en la habitación. Le dio alivio, se dio cuenta que solo su imaginación le estaba jugando una mala pasada, su madre estaba bien muerta y era imposible que regresara. Apenas calzó sus zapatos. El timbre sonó. Se roció de prisa con el perfume que encontró y corrió despatarrado hasta la puerta.

       Miró por la rendija y no lo podía creer. Una hermosa treintañera de diminuta minifalda negra de vinilo, medias de red y zapatos de tacones altos rojos, estaba frente a su puerta mascando un chicle mentol con el rostro exageradamente de rimel y el pelo suelto ondulado con brillantina que resaltaba en el negro azabache.

        Abrió rápidamente la puerta y la hizo pasar con caballerosidad inusual para la ocasión, la mujer se sorprendió. Apenas la tuvo de frente, detuvo su mirada en su escote pulposo, su boca se hacía baba. Con el brazo extendido indicó el camino al dormitorio, pero la mujer hizo un alto exigiendo primero la paga. El hombre nervioso en movimientos torpes, y apresurados, metió la mano en el bolsillo y sin mirar si le estaba dando de más,  le entregó todo, con tal que la mujer vaya hasta el cuarto.

La chica solo había logrado dejar la cartera sobre la mesa de luz, quitarse los zapatos y medias, mientras él la sorprendió por su ligereza, estaba completamente desnudo esperando parado detrás de ella. Cuando ella atinó a seguir desvistiéndose, Rómulo, le dijo que no era necesario y se abalanzó sobre ella. La mujer se sintió molesta a pesar de la experiencia de clientes, fingió lo mejor que pudo, largando uno que otro gemido, mientras soportaba el peso del hombre, moviéndose encima de ella entre tos  y jadeos caliente en su oído con un silbido en su respiración. Rómulo estaba en su mejor noche de sexo.

La mujer no sabía, que Rómulo, mientras tanto, debajo de la almohada, empuñaba apretándolo fuerte, un tramontina, por las dudas  que la madre le dijera, que ella tampoco era mujer para su hijo.