Afuera amanecía con el cielo gris plomo. Se desataba la tormenta perfecta. Diluviaba  y el cielo cada tanto se iluminaba de rayos refulgentes. El ruido de los truenos y la lluvia cayendo sobre el techo de chapa eran una melodía divina. Las paredes de tronco daban calidez. Las brasas del quebracho aún ardían. Ella despertaba desnuda boca abajo cuando abrió sus ojos negros. Nos dimos un beso. La abracé intensamente. Nos dijimos te amo. Y se recostó sobre mi pecho. Horas en silencio, horas de caricias terminando dentro de la bañera. Nos bañamos riéndonos como dos criaturas. Nos secamos y nos envolvimos en bata. Preparamos un delicioso café amargo, tomamos de la mesa ratona los sobres que la noche anterior antes de amarnos abrimos despegando a vapor las estampillas que luego pegamos en un cuaderno de tapa dura con reseñas de fechas y datos de recuerdos.

Cartas en papel blanco, otras amarillentas de humedad y de tiempo. Todas escritas a mano alzada. Detestabamos la frialdad de las letras de máquina de escribir. Coincidimos que la letra a mano alzada, por más tachaduras o enmiendas, expresan aún más de lo que el texto dice en sí. Adoramos las posdatas, que tienen la misma sensación de desarraigo de un abrazo partido en un último adiós, la crudeza inevitable del amor infinito expresado más allá del tiempo que ha terminado; es el último aliento de un amor desesperado.

Sentados en el sillón con nuestros cuerpos pegados y sus piernas por encima de las mías, cada uno a su turno, leíamos esas cartas que durante años nos habíamos enviado, mientras bebíamos nuestro café en la paz de la soledad en la cabaña en medio del bosque. En ellas se notaba el paso del tiempo, como nos fuimos sintiendo a la distancia, las veces que nos juramos amor eterno y las otras tantas que dijimos que lo nuestro era imposible. Recordábamos las lágrimas que habíamos vertido sobre esas hojas y las veces que la correspondencia nos ha hecho latir fuerte el corazón. El paso del tiempo se reflejaba como fuimos cambiando nuestra forma de escribir y de decirnos las cosas, maduramos el sentimiento, nos fuimos poniendo más viejos y aquello en lo que éramos permisivos, ahora no lo éramos tanto, aunque fuimos curando heridas y apagando los celos. 

Recuerdo con ansiedad recibir al cartero, los  primeros viernes de cada mes. Las veces que he ido al correo, sin importar si era un dia de verano o azotaba la peor de las tormentas. Arrojar la carta dentro del buzón siempre con el temor que se extraviara o no encontraran el destino.

Es increíble que aquello que soñamos y nos dijimos, estando cada uno en  rincones diferentes del mundo, tan lejos y por tantos años, de madrugada en vela, amaneceres helados y atardeceres tibios, sentados con una hoja en blanco y una lapicera, la vida nos haya dado la oportunidad de reencontrarnos. Nuestro amor fue fuerte. Nuestros cuerpos se desearon y hoy por fin estamos juntos, solos y en calma.