Atrás a cientos de kilómetros había quedado su pueblo, su casa, sus padres y hermanos,el pueblo de calles de tierra, de noches de cielo abierto, de invierno crudo con escarchas sobre el pasto. Muy atrás había quedado lo que hasta ese momento llamaba vida.

Con 21 años recién cumplidos hacía una semana, Pedro viajaba de Castilla, su pueblo natal, hasta la ciudad de Buenos Aires, bajándose en la Estación de Retiro, con su bolso de mano y una desabrigada campera de jeans. El joven de tez morena, de cabellera tupida y renegrida, de un metro setenta y de cuerpo delgado con una pequeña panza redonda, caminó por las primeras cuadras casi desiertas. Algunos colectivos, gente en las dársenas de colectivo y algunos taxis con el cartel de libre encendido, transitaban en búsqueda de algún cliente. Estaba sorprendido por los rascacielos, el hotel Sheraton, la curiosa construcción del edificio de IBM y la torre de los ingleses con su reloj iluminado en el centro de la plaza. Caminaba sin sentido porque no tenía donde ir. Se cruzó algunos vagabundos y linyeras que en carro juntaban cartones. Tres pibes aspirando bolsita con Poxiran pedían monedas a quien pasara cerca. Sólo tenía 200 pesos en efectivo en el bolsillo con un papel arrancado de un cuaderno viejo a renglones, donde tenía anotada la dirección de una tía abuela que vivía en Monte Grande. Pero era demasiado tarde, el tren ya no circulaba. Por lo que no quedó más que buscar en las inmediaciones de plaza Constitución donde había llegado a pie, un hotel de pasajeros para pasar la noche. 

Caminó por avenida Brasil, luego por calle Salta, hasta toparse con una desgarbada mujer montada en tacones altos negros aguja, sin medias, un tapado de piel percudido, una cartera marrón en mano, labios rojo furiosos y un pelo rubio de raíces negras.

La mujer mientras fumaba un Marlboro a medio consumir, se le acercó diciéndole si quería una francesita. Pedro la miró sin entender de lo que le hablaba, ella se dió cuenta diciéndole si quería que le chupara la pija. Desorientado, tímido y nervioso le dijo que no con la cabeza.

-Seguramente andas buscando un hotel para pasar la noche. No me llevas con vos, estoy re cagada de frío. Te van a cobrar lo mismo si vas solo o si somos dos.

Pedro dudó pero la vio tiritando con las mejillas moradas y las piernas con piel de gallina. Le dijo que la acompañara. Pidió una habitación al conserje, un gordo con aliento ácido,vestido de gris, un pantalón de vestir negro arrugado con el fondo del bolsillo trasero,blanco que salía por el agujero y en pantuflas sin media. Rascó sus bigotes entreverados de caspa, la miró a ella, y luego dirigió la mirada a él cobrándole 100 pesos. Subieron la escalera de mármol hasta el primer piso, y se encerraron en la habitación 6 de paredes rosa desteñidas e  impregnada de olor a humedad. El se quitó los zapatos, se recostó y ella le preguntó si podía, señalando el otro lado de la cama vacía, a lo que le dijo que si. Apenas puso la cabeza sobre la almohada encendió otro cigarrillo,a pesar que el humo a él le molestaba, prefería el esmog antes que el olor a encierro.

Apenas terminó el cigarrillo, arrojó el filtro al suelo, se acomodó mirándolo con el codo sobre la almohada  sosteniendo su cabeza con la mano y se rió.

-se nota que no sos de acá, porque ya me hubieras pedido el orto. Tenés la ingenuidad del interior. Pero como favor con otro favor se paga.

Con su otra mano, ella comenzó a desabrocharle el cinto, él se negó pero la mujer insistió retándolo como a un niño golpeándole la mano. Bajó el cierre de la bragueta y zambulló su mano mientras se mordía los labios con una sonrisa picarona. Pedro estaba extasiado, cerró sus ojos, sentía como ella sacó la verga y lo masturbaba hasta sentir entre sus piernas los labios y la lengua de ella recorriendo todo el tronco hasta sus testículos.

Con los ojos cerrados, su mente lo llevó tiempo atrás, con Carola, una jovencita de su edad, quien se había convertido en su gran y único amor, la única mujer con  la que se había acostado. Ella era de tez blanca como la leche, delgada, rubia y ojos verde uva. En el pueblo no entendían que le había visto a Pedro, un campesino, hijo de un peón de estancia. Pero los dos se conocían de chicos, habían ido a la única primaria y secundaria del pueblo y desde niños eran amigos y con el correr de los años la amistad se convirtió en amor incondicional. Se los veía siempre juntos, de un lado a otro. Se esperaban en la plaza para salir hacer mandados. Los domingos soleados, salían a sentarse en las hamacas de la única plaza del pueblo. Se escribían cartas que se se entregaban en mano y se prometieron amor incondicional. Apenas comenzaron la relación; hablaron de casamiento y de tener un montón de hijos. Pero fue tanto la insistencia de los padres de ella y del resto de los familiares, que entre lágrimas y devastada, le pidió terminar el noviazgo. El también quedó destruido, se había vuelto el hombre más odioso de la tierra, no trabajaba y en su mente retumbaba la última frase que le había dicho a ella: “Carola, te amo. Me voy a ir a la ciudad, buscaré buen trabajo y volveré con suficiente dinero, y podamos ser felices juntos. Te lo prometo”. Se dieron un abrazo fuerte, ella lloró sobre los hombros de él desconsoladamente y en un beso intenso se despidieron yéndose cada uno por su lado, sin mirar hacia atrás.

El frío lo despertó en el cuarto de hotel, refregó sus ojos, casi sin recordar qué había pasado o cómo había llegado, miró para todos lados y se vio solo, la mujer había desaparecido. Se dió una ducha caliente, de las que queman la piel. Se vistió, y en ayunas caminó hasta Plaza Constitución. Miró el tablero gigante de horarios, se acercó hasta ventanilla para sacar el boleto, descubriendo que en su bolsillo no tenía ni 5 centavos. Maldijo a la mujer que antes de irse le había robado los únicos 100 pesos que le quedaban, pero más se maldijo asi mismo por ser tan confianzudo. No tenía cómo llegar hasta Monte Grande, donde lo esperaría su tía. En ese instante vio un joven pasar sin que los inspectores lo detectarán e hizo lo mismo. 

Sentado en uno de los asientos de cuerina naranja contra la ventanilla, era la primera vez que se subía a un tren eléctrico, con puertas que se abrían y se cerraban solas, con menos ruido y mayor velocidad. Se sintió atraído por cómo las cosas pasaban por sus narices mirando a través de la ventana. Casas, fondos de fábricas, calles y avenidas iban quedando atrás. El sol tibio brilloso de la mañana le hizo recordar los días de invierno de pasto con escarchas, y calles de tierra silenciosas, por donde cada tanto pasaba algún que otro auto levantando polvareda. Los días que el padre tenía poco trabajo, solían levantarse temprano, subirse a la chevy y un kilómetro después de pasar la señal de las vías sobre la ruta provincial 42, con toda la paciencia y el dolor de pies entumecidos del frío, colgaban las jaulas de jilgueros y cabecitas negras con trampera, de los postes de los alambrados. Acompañados de mate, pasaban las mañanas enteras, con la misma paciencia y soledad de un pescador a la orilla del río.

Le tocaron el hombro, Pedro se sobresaltó, levantó la mirada y el inspector, un hombre gordo de papada y de casi dos metros de altura, extendió su mano pidiéndole boleto. El se palmeó los bolsillos y sin mirarlo a los ojos le dijo no tenía, a lo que le respondió que debía bajarse del tren en la próxima estación y pagar la multa. El tren frenó en Lanús y casi empujándolo, lo sacó del tren a pesar que no se resistió. Sobre el andén, un grupo de otros inspectores con un policía bonaerense le pidieron que pague lo que debía. Pedro le explicó que no tenía un solo centavo, evitó decir cómo es que se lo habían hurtado, y ante las insistencias de él, uno de los inspectores, le dijo, que le entregara el reloj que llevaba y así iban a estar a mano.

Pedro miró su muñeca y él sólo veía el único recuerdo que llevaba de su padre. Le dijo que no se lo podía dar y le dio los motivos. 

-A mi no me importa, sino me lo das, te vas derecho para la comisaría, viajar en tren sin boleto, es un delito.- La situación se le ponía cada vez más engorrosa y angustiante. Despacio como retardando el tiempo que quería que se volviera infinito, desabrochó la traba y en movimientos lentos se lo entregó, para seguir camino, mientras por sus hombros miraba como lo hombres miraban de un lado y de otro el reloj y sonreían. 

Estaba destruido, sentía que la ciudad lo estaba vaciando por fuera y por dentro, y que haber viajado había resultado una completa mala idea. Salió de la estación y en la primera vidriera vio el cartel “ se busca personal para curtiembre”. Al kiosquero le pidió por favor le anotara la dirección y a pie caminó cuarenta cuadras hasta Monte Chingolo, sin saber dónde estaba yendo. Preguntó a vecinos, a los barrenderos y a los puestos de diario y llegó a la puerta. Un Portón verde, donde el olor a podrido no lo detenía los muros. Una cuarentona con pañuelo al cuello y guantes naranjas de látex, le abrió la puerta. Le dijo que venía por el pedido de peón, lo hizo pasar, caminó mientras escuchaba los gritos de los que trabajaban. Había tanto olor como ruido. Después de una breve reunión con un calvo de bigotes negros prolijamente recortados al filo del labio, le dijeron que empezaba mañana. 

No era ni el mediodía, pero no tenía más que esperar al otro día para comenzar a trabajar, se sentó en un banco de la plaza y las horas se le hicieron infinitas. Miraba los chicos pasar al colegio, las mujeres haciendo mandados y el cada tanto recordaba su único trabajo; además de ayudar al padre con las tareas del campo, hacía unos meses había entrado a trabajar al matadero del pueblo, a faenar, pero con la mala suerte que a los dos meses de estar trabajando con uno de los cuchillos se rebanó el meñique al punto de casi perderlo. Después de la recuperación, el capataz le dijo que lo lamentaba, pero su puesto había sido ocupado por otro, dejándolo sin empleo y debiéndole dos meses que jamás se lo pagaron, dinero con el que pensaba comprar algunas cosas para cuando se fuera a casar con Carola, pero que terminó dándole el dinero  a su madre, porque hacía tiempo que el dueño del campo no llegaba por las lluvias.

El estómago en ayunas empezó a dolerle, se estrujaba  y la desesperación por comer no se hizo esperar. Comenzó a revolver algunos cestos de basura consiguiendo algunas frutas a medio comer y apenas moradas. 

El sol de la tarde comenzó a caer. Desde el banco de la plaza, vió que se abrió el gran portón, unos 50 hombres salieron, muchos con bolso en mano, el pelo mojado, algunos yéndose a la parada de colectivo, otros a pie. Tres chicas juntas en la puerta se saludaron y cada una se fue para lados distintos. Una de ellas, cruzando por la plaza casi pasando por al lado de Pedro que la siguió con la mirada sin percatarse que al lado de él se paró un joven.

-¿Vos sos el que vino hoy a la entrevista, no?

-Si…

-Me llamo Luis – extendió la mano para saludarlo.

-No tenés nada que hacer, me imagino, sino, no estarías acá cazando moscas… si queres te invito a mi rancho, aunque sea a tomar unos verdes. -le dijo mientras se seguían saludando con un apretón de manos.

Pedro por fin sintió que alguien era como él, inmediatamente sin dudarlo, se paró y se fueron caminando unas cuadras. Entraron por unos pasillos angostos y laberínticos hasta que haciendo fuerza en la manija de la puerta entraron.

-Esta puerta es más difícil que el patrón pagando sueldos…. -Dijo Luís riéndose

Pedro lo miró alarmado y Luis se dio cuenta de la preocupación que le había causado su dicho.

-Fue chiste. El trabajo es duro y amansador, pero por lo menos los 15 y los 30 tenemos la platita en el bolsillo… ahora ponete cómodo. Tenés cara de hambre, voy a preparar la comida, así torramos enseguida.   

Luis sacó de la heladera una bolsa con osobuco, peló unas papas y puso todo a hervir mientras conversaban. Después de la cena y con el último sorbo de vino, se acostaron con la cabeza cada uno para cada punta de la cama.

Pedró al apoyar la cabeza en la almohada, se despabiló por completo, y sólo recordaba a Carola, su mirada, su sonrisa, sus abrazos, su pequeño lunar en una de las mejillas. Su voz diciéndole te quiero.

El despertador sonó a las 5 de la mañana en punto. Luis saltó de la cama, puso a calentar el agua para el mate, mientras se cambiaba, fue en ese instante, cuando se dió cuenta que Pedro no traía más ropa que la puesta, por lo que revolvió su armario y le dio algo de lo que tenía viejo para que se cambiara, hasta que en la fábrica le dieran indumentaria de trabajo.

Después de instrucciones, Pedro comenzó a mover los cueros mojados de un piletón a otro, arrastrar carros. El olor era nauseabundo, sentía que se le impregnaba dentro de las fosas nasales. Para el horario de almuerzo, no comió, su estómago estaba revuelto del asco y aprovechó a sentarse casi tumbado contra la pared. Sus músculos estaban abarrotados, sus manos no tenían fuerza, sentía que ni uñas tenía, pero necesitaba hacer un esfuerzo más. Esa noche apenas volvió a la casa con Luis, se bañó y cayó rendido en la cama. Al día siguiente agradeció estar viviendo con alguien, porque jamás se hubiera despertado solo. La jornada parecía más intensa, el dolor en el cuerpo era más intenso con sus piernas entumecidas. Nunca antes había sentido tanto cansancio, ni siquiera en los meses trabajando en el frigorífico hombreando medias reses.

Luis sentía cierto afecto por él, cada tanto se le acercaba y le daba ánimos para continuar. Pasaron los días, la semana y el cansancio se le había vuelto costumbre, ya no le era ajeno. Cobró su primera quincena y el dinero en mano lo alentaba a seguir. Entregó gran parte a Luis devolviendole por la comida y el lugar prestado. A fin de mes, por correo, envió dinero a la familia y el resto guardó. Para el segundo mes y acompañado por Luis que le insistió, fueron a comprar algo de “pilcha”. Era la primera vez que podía ahorrar dinero para poder volver cuanto antes al pueblo, buscar a Carola y casarse como le había prometido. 

En una de las noches de tormenta, mientras el ruido de la lluvia caía sobre la chapa de la casa de Luis, decidió escribirle una extensa carta a Carola, diciéndole cuánto la extrañaba, cuanto la amaba y cuánto deseaba que llegara el día de poder volver a verla. Al día siguiente a la salida del trabajo fue hasta el correo y la despachó arrojándola al buzón.

Los días para Pedro, se habían vuelto rutinarios, trabajaba nueve horas, salía, hacía mandados, miraba noticieros y cada tanto jugaban a los naipes o a los dados, hasta que uno de los dos caía rendido. Una mañana después de estar un par de horas trabajando, lo mandaron a la entrada a descargar un camión, entre idas y vueltas cargando la mercadería, vio que el camionero le parecía conocido. Tímidamente por miedo a pasar un papelón, se le acercó y le preguntó si él no había andado por Castilla. El hombre se largó a reír y le dijo que sí. que antiguamente se dedicaba a llevar animales desde Liniers hasta el matadero.

-Esos viajes eran lindos. Ruta tranquila si las hay. En ese momento tenía un Bedford 68, al poco tiempo que cerró el frigorífico, me compré esta preciosura. No hay como los 1114. son más robustos, más potentes y más cómodos.

Pedro, había quedado boquiabierto, no podía creer que el matarife del pueblo, lo único que daba trabajo al pueblo había cerrado sus puertas. En ese momento pensó en el padre de Carola, un capataz de más de veinte años de antigüedad. Lo mal que la estarían pasando. No dudó en escribirle otra carta a Carola, preguntándole si necesitaba que le girara algo de dinero. Pero como todas las cartas, nunca fueron correspondidas.

Ya habían pasado cinco meses que Pedro estaba trabajando en la curtiembre. Estaba esperando al primer fin de semana largo de octubre para poder sacar pasajes en tren y volver de visita al pueblo. Ver a sus padres que tampoco sabía nada de ellos y verla a Carola, para decirle que estaba a poco de cumplir su sueño. Había sacado cuentas y trabajando hasta fin de años, podría ahorrar lo suficiente para renunciar, volver al pueblo, alquilar una casa sencilla, poner un negocio y dedicarse a criar hijos.

Como casi todos los martes, el Mercedes 1114 entró a la fábrica de culata, Orlando, el camionero se bajó exhalando el último vestigio de humo de un 43/70. Fue hasta la parte trasera y saludando con la mano a Pedro, se fue a comprar pan negro a la panadería. Pedro se puso a mirar el camión detenidamente. Observaba las ruedas, las antenas con dados en sus puntas que salían de los guardabarros y la bandera Argentina fileteada en la puerta que estaba entornada. Mirando para cada lado, viendo que nadie lo viera, subió el escalón cromado y se sentó en el asiento de chofer. Respiró profundo el olor a nuevo, mezclado a perfume. Observó cada detalle, las luces violetas ruteras, la muñeca negra culona colgada del espejo, el inmenso volante con detalles, la radio sonando bajo y el sillón de conducir con un cubre asiento de piel sintética aterciopelada que sentía que lo absorbía. En ese instante cerró sus ojos. Se imaginaba manejando por la ruta, tocando la bocina potente, acompañado de Carola, en el asiento de acompañante, haciéndole mate y acariciándole la pierna. Los dos sonriendo, mirando el horizonte de una ruta desierta con el sol haciendo reflejo de falsa agua sobre el asfalto. Por un instante los dos se tomaban de la mano con alianzas de oro y por detrás del cortinado de la parte trasera, entre los dos asientos, se asomaba una pequeña con sonrisa diminuta de ojos azules y rizos brillosos.

-¡Que haces gil!!!

Pedro se sobresaltó, abriendo sus ojos rojizos, casi con la mirada nublada, vio el rostro gordo del hombre.

-¡Bajate queres! Que te parió, salí de acá – le dijo el chofer enfurecido del que no quedaba nada de aquel hombre amable de hace una semana atrás, con el que había hablado. Pedro sorprendido y con el cuerpo lento de los calambres y cansancio, se bajó, caminó hasta la culata del camión y comenzó a bajar los cueros crudos, mientras el camionero, se perdió por el pasillo. No pasó demasiado tiempo, que lo llamaron de la oficina, para recibir la peor e incomprensible noticia. 

El chofer lo había acusado, diciendo que lo había sorprendido dentro del camión revolviendo sus cosas. Pedro reconoció que había subido al camión pero que solo se sentó y quedó dormido. La secretaria, de un rostro fijo, sin expresión, sacó de un cajón dinero, lo contó y le dijo que era su liquidación, estaba despedido. 

Pedro no entendía como todo su vida futura comenzaba a desmoronarse por una estupidez. Salió y se sentó en el mismo banco de plaza donde lo había hecho el día que lo contrataron. Esperó sentado como una estatua hasta la salida de Luis. Fueron hasta la casa. Casi ni hablaron, se preparó el bolso y con un abrazo se despidieron para siempre.

Caminó con la mente en blanco hasta la estación de Lanús. Sacó el boleto y puteaba haber perdido la dirección de su tía de Monte Grande a la que tenía que ir a ver sin saber porque. Subió al tren con destino a Plaza Constitución, en su mente se desvanecía la niña de rizos dorados y sonrisa sin dientes, la alianza dorada y los besos y abrazos de Carola que desaparecieron de un santiamén cuando  sintió que debajo del saco le tiraban, era un niño de cara sucia marmolada de roña que le pedía limosnas para poder comer. Sacó de su bolsillo unas monedas sin contarlas y se las entregó al chico que se perdió entre los demás pasajeros.

Al llegar a destino, una brisa fresca le envolvió el cuerpo, papeles y polvo se levantaban en el aire en remolinos, una tormenta se avecinaba. Caminó hasta un bar de luz tenue, paredes grisáceas y descascaradas. En una mesa dos hombres grandes discutían de política. En otra mesa sola, una mujer de medias de red negras con las piernas cruzadas con una minifalda roja y uñas largas despintadas tomaba un vaso de cerveza. Pedro se sentó en la barra, pidió un vaso de vino con soda que se convirtieron en una docena. el tiempo había pasado sin darse cuenta que era de madrugada. Casi arrastrándose y empujado por el dueño del bar, salió a la calle sosteniéndose de un semáforo. La misma mujer que tiempo atrás había estado sentada sola bebiendo, se le acercó. Lo vio borracho y con ojos lagrimosos.

-Dejá la tristeza por un rato, bonito. Pasemos la noche juntos.

-Mi vida es una mierda… -dijo Pedro balbuceando las palabras

-Mientras tengas algo de plata, yo hoy puedo sacarte una alegría

Pedro la miró a los ojos, mientras hacía equilibrio por tener erguida la cabeza. Se abalanzó sobre ella colgándose del cuello y caminaron hasta el hotel más cercano. En ese trayecto pensó en Carola que nunca le había respondido una sola carta. Tampoco de su familia había tenido noticias. Se sintió solo. Entraron al cuarto, la mujer hizo un par de ademanes para sacárselo de encima y cayó con el cuerpo muerto sobre la cama. La mujer comenzó a desvestirse. En ese instante supo que no  tenía certezas de nada, y su vida era un inmenso círculo.

-¿Cómo te llamas?- preguntó él, mientras en cámara lenta y como podía se desabrochaba el cinto. 

-Me llamo Soledad – dijo ella

Y él entendió todo.