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SOY LA PININA

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Acá sigo con mi cuerpo menudo a pesar de entrada en varias décadas. De baja estatura, por lo general le llegó como máximo con la punta del pelo de mi flequillo a los hombros de cualquier hombre. Siempre aparenté menos edad. Siempre fui y seré una mujer en estado de desarrollo. Con algunas carnes bien puestas, pero de pequeños pechos como limones verdes arrancados precoces de la planta en primavera. De carita redonda de una piel privilegiada que por más baños de sol que acumule, nunca pudo curtir. Por mi estatura, mi flaqueza, de huesos chicos y livianos desde muy niña, desde aquel primer hombre, soy la Pinina.

Ningún libro de historia, ni en tomos enormes de enciclopedia, hablan de lo que fueron mis pagos. Cada tanto sale hablar en alguna conversación, de donde vengo, pero termino diciendo a donde fui. Quizás un poco por aburrimiento, o porque la ignorancia de un pueblo que solo queda su nombre en mi memoria, a nadie le termina interesando y pasan a temas varios como de quien fue el último gol en la garganta del gordo Muñoz.

Mi pueblo, al que nunca volví, me han dicho que ha quedado reducido en algunos montículos de escombros entre hiedras y pastizales que esconden el cadáver de lo que fue, como quien esconde a los viejos seniles en el cuarto del fondo. Porque nadie se anima a decirlo; pero la vejez, la enfermedad y las ruinas dan vergüenza propia y ajena. Se llamaba La Paz, nombre cursi, común. Con los años aprendí que hay tantos pueblos como barrios y ciudades en este país que se llaman La Paz. Tantos como estatuas de San Martín erguidas en las plazas principales en lo profundo del interior. Mis pagos no estaban tan lejos de la ciudad, apenas unos cientos de kilómetros nos separaban, ni siquiera había que cruzar un río ni cruzar una línea imaginaría de un mapa  político de quinto grado. Estaba acá, en Buenos Aires. Me dijeron que aún quedan algunas huellas del tiempo pasado, que dan cuenta de un camino que se va cerrando. No quedan durmientes y los hierros de las vías se perdieron tapadas de tierra que lleva y trae el viento como se le antoja.

Recuerdo esos bonitos momentos, porque por más tristes que sean los días vividos, en la nostalgia siempre quedan como retratos enmarcados en un lindo lienzo. Los vendedores turcos que bajaban de los vagones enfundados en pulcros trajes y portafolios de donde sacaban un listado enorme de productos que vendían por adelantado, para pagar en cuotas, para que las doñas puedan comprar los ultimos gritos de la moda en la ciudad y presumir en banquetes y almuerzos dominicales con parientes.  El pueblo tenía vida con niños en bicicletas y triciclos y pelotas, con pantalones por encima del ombligo y medias por debajo de la rodilla. El matadero funcionaba a diario, y se comía carne fresca. La leche iba directamente del tambo al tazón de cada merienda. el pan caliente, recién horneado a leña en la panadería de la esquina, con el cartel de Bienvenida al pueblo, pegado al negocio de ramos generales, donde en cada atardecer los paisanos se mamaban entre barajas y vermú.

Mi uso de razón llega a mis nueve años. No vivía entre las cuatro esquinas que conformaban el pueblo junto a la estación, la capilla, y el correo que además funcionaba como sede de la delegación municipal, donde cada tanto se armaban guerrilla, peleas a trompadas y todo tipo de desmanes e insultos entre opositores y oficialistas y algún perdido anarquista que también era parte de la trifulca para llamar la atención. Yo vivía campo adentro, bastante adentro después de la tranquera que limitaba a las varias hectáreas, propiedad de los Funes, una familia de hacendados que su quinta generación cayó en desgracia. Algunas lenguas hablaban de maleficios, de malos negocios o que andaban en cosas turbias, cuestión, en poco tiempo todos murieron como los Usher que imaginó Allan Poe.

Mi caso no es muy diferente, Soy la única hija sobreviviente, mi hermano que era algo mayor, de buenas a primera, una mañana no despertó. Padre nunca tuve, ni me interesó saber quién era, porque a veces la verdad es más  dolorosa que la ausencia,  y una vez que desenmarañás y revolvés miserias, no hay vuelta atrás. Mi madre vivía para el trabajo y para protestar cada vez que me desarmaba las trenzas para peinarme, No era traviesa pero me gustaba andar corriendo en el campo abierto, buscando vizcachas, cazando gorriones con un viejo tamiz que usaba de trampera. llegaba a la hora del sol anaranjado con el pelo revuelto y lleno de abrojos. Los sábados volvía ya con las estrellas, por que me quedaba colgada de la tranquera debajo del único árbol, mirando como los vecinos desfilaban a la Sociedad de fomento a las fiestas y kermes que cada tanto organizaban para recaudar fondos para hacer alguna nueva vereda o comprar banderas para la escuela. 

Fue un sábado de bochinche, que ahí sola sentada entre los garrotes de madera y después de escuchar la música, algunas milongas y candombe con los que el pueblo festejaba el carnaval, que entré a la casa, toda en silencio, El viejo Funes dormía plácido en su cama, con la ventana abierta tapiada de un mosquitero, roncaba a sus anchas, cuando me fui a la casita al fondo donde vivía con mamá, ella acostada, tosía sangre, volaba en fiebre y en menos de una semana la tuberculosis se la llevó al cementerio.

Los Funes nunca más regresaron, quizás por miedo. Del campo y los tambos se hicieron cargo la peonada, que poco a poco iba desertando. Fueron tiempos de tristeza. Al poco tiempo una inundación empobreció más al pueblo y unos cuantos inviernos después el tren se olvidó de volver. Para ese entonces tendría unos once años, lo recuerdo como si fuera ayer, ese año dejé la niñez de lado con aquella mancha entre piernas, algo me había llegado a contar mi madre antes de morir, en aquella noches cuando aún dormíamos juntas, dándonos calor en las sábanas frías, entre cuentos de fantasía. Ella tenía buen tacto para hablarme de lo que vendrá y sin asustarme y con una sola recomendación: “cuando eso suceda, desconfía de cualquier hombre que se te acerque”. 

Don Osvaldo fue el único que no se fue. El tenía un cuartito de chapa con techo de paja y sin piso ni puerta. Estaba al fondo del campo, pasando la zona más baja, que cuando llovía tupido, era una laguna sin peces. Pasamos meses de soledad. Cada tanto nos encontrábamos aburridos dentro de la casa que se respiraba silencio. revolviendo armarios, mirando vajillas de porcelana como quien busca alhajas y tesoros ocultos. Desempolvamos libros, fue en esa época que descubrí algunos autores sobre los estantes de la biblioteca, libros que los Funes usaban para matar las siestas lejos de la ciudad. Reíamos y conversabamos zonceras, casi que no teníamos tema de conversación. El; un cuarentón tosco, bruto en imagen y en hechos. Pero a pesar de lo que se decía de él, terminó siendo bondadoso. Al principio fue cada tanto, que me traía un plato de comida caliente. Después cada noche y sin darme cuenta un día no se fue más de la casita en la que años atrás vivía con mamá. Varias veces pensamos mudarnos a la casona de los dueños, con varias habitaciones, lindos baños, sillones cómodos y una holgada galería de arcadas redondeadas donde me gustaba desde una silla mecedora de paja, mirar caer el día.

Pero siempre terminábamos en la misma casita, quizás en mi, porque aun sentía impregnado los olores que me remitían a mamá. Quizás para él, porque por primera vez, vaya a saber desde cuando, contaba con un casa con calor humana. Yo que llegué a sexto grado pero sin medalla, se me daba por leerle justo al momento que las luciérnagas se entreveraban con las estrellas. Leíamos poesía, cuentos cortos y algunos diarios viejos que habían quedado arrumbados en un mueble de la cocina. Él escuchaba atento, miraba mi boca como se movía en cada palabra, en cada punto, en cada acento y signo de admiración. Le gustaban las historias de policiales rudos y las románticas que hacían reír y llorar al mismo tiempo. Don Osvaldo, era rudo, terco, de ceño fruncido todo el día, parecía que se despertaba enojado con la almohada. Siempre vestía igual, ropa de fajina beige, a veces borcegos, otras alpargatas y los domingos ojotas. Las pocas veces que hemos ido a comprar juntos al pueblo, muchos le han preguntado si era una hija no reconocida. Él los miraba con cara de odio, chistaba, me tomaba la mano, nos dábamos media vuelta y nos íbamos sin decir una sola palabra. En el fondo algo le molestaba nuestra diferencia de edad. Apenas yo andaba por los once y un día sin querer me reveló que tenía cuarenta y uno, sin mujer, sin hijos, sin un perro que le chumbe. 

Había noches que algo le pasaba  por la cabeza, porque de golpe cambiaba su ánimo, se ensombrecía, se retraía, como un gato que estira su cuerpo y eriza el pelo con mirada de vigilia. Bebía su último trago de vino, golpeando en seco el vaso sobre la mesa, siempre la misma escena, y sin emitir un solo ruido se ponía de pie y se iba a dormir hasta el alba, donde se levantaba sin hacer ruido, se cebaba unos mates amargos como su alma, esperando que seque el rocío.

Después vinieron otros días, otras mañanas y otras noches. Don Osvaldo cada vez más atento, menos monosilábico, hasta más manso. Ya no solo comíamos juntos, ya no tomaba. También se quedaba hasta tarde haciéndome compañía mirando el cielo oscuro, disfrutando del sonido de los grillos, los sapos croando, y por las mañanas más hermosas, mateando con el sonido de las chicharras multiplicadas por mil encima de todos los alamos de los alrededores de la casa. Fueron en esas épocas que cada tanto al entregarme el mate, nos rozábamos los dedos, las manos, y cada vez que me pedía atención lo hacía apoyando su palma sobre el brazo. Sus ojos brillaban, y me llamó por primera vez Pinina, a pesar que sabía mi nombre. Sonó dulce, tierno. Pinina. Y una vez me dio un abrazo fuerte, que parecía desarmarme, me estrujo fuerte que me faltó el aire.. y me dijo te quiero mucho. No supe qué decirle, aun no sabia que era eso de querer a alguien más allá de mamá.. pero por algo del destino le dije… yo también. Y la verdad es que algo lo quería, solo nos teníamos nosotros. El con su edad que le pesaba y yo con mi niñez casi muerta sin saber que hacer cada mañana cuando despertaba.

Para ese entonces los habitantes del pueblo se contaban por docena, los campos se volvieron improductivos, no por infertilidad, más bien por desidia. Los campos acumulaban algunas vacas flacas y algunos caballos que se usaban para tirar de carros, sobre todo los días después de la lluvia donde no entraba un solo auto.

Había cortes de luz, sequía, silencios, sin siquiera murmullos. El almacén de Ramos generales habría solo por las tardes para los viejos curdos y no se como, pero Don Osvaldo siempre se las arreglaba para que tuviéramos al menos un plato de comida al día.

Me acostumbré a eso, como me acostumbré a bañarme en agua fría. Y me acostumbré a su pinina brotando de sus labios, me acostumbré a sus caricias tímidas que cada vez se fueron prolongando más en el tiempo, en los minutos, en las horas, en las largas noches de ausencia de todo. Me acostumbre a saber que eso era ser feliz. A los susurros y sus manos ásperas acariciándome el lomo hasta el cuello donde encontraba mis orejas con las yemas de sus dedos. Aprendí a conocer sus olores, su piel y su transpiración. Lo he espiado cuando estaba desnudo bañándose, enjabonándose, recorriendo todo su cuerpo con sus propias manos bajo la ducha, por eso nada me sorprendió cuando lo tuve por primera vez encima, con su bulto de durazno duro. Sabía cómo desnudarme para que no me molestara, para que en aquellas primeras noches y atardeceres de verano, me vaya ablandando. Dicen que ese es el punto caramelo, cuando perdés toda la timidez y zoncera de la niñez, para hacerte mujer, una hembra de un macho. 

Aprendí a meter la cabeza bajo las colchas del invierno, sin que me lo pidiera. olvidamos las poesías, los cuentos, las novelas, los policiales y los romances cursis de Corín Tellado y los diarios también se volvieron más amarillentos. Aprendí a dormirme sobre su corazón que cansado iba bajando sus latidos a suavecitos.

Lo bueno de aquellos tiempos, es que nos acostumbramos a las comodidades de un pueblo en desuso, jugábamos al hombre y la mujer sin pudor que nos viera nadie, hasta correteabamos desnudos entres pastizales donde caímos sin importar qué momento del día era. Nos bañamos en el arroyuelo y galopamos bajo el sol sin ser sorprendidos. Todo duró bastante, quizás no, pero recuerdo que sí. Como esos recuerdos de habitaciones o patios que de niños se ven gigantes y de adultos se convierten en decepciones. Todo duró lo que tuvo que durar y cuando me sentí siendo otra, un mediodía me amanecí con la presencia de una morocha morruda, de labios gruesos y morochos, sentada en la silla de mimbre compartiendo el mate con Don Osvaldo que le clavaba con disimulo la mirada en sus inmensas tetas. No dije nada, me hice la desentendida. Me presentço como la Pinina y ella era Aurora la viuda del Palavecino, quien supo compartir la piecita con mi hombre.

Aurora era provocativa, lo supe del primer instante, que además de andar buscando pertenencias de su finado, buscaba que la refrieguen un rato. Se quedó una noche, que se volvieron unos días, que se convirtieron en un mes. Don Osvaldo saltaba de cama en cama. Las dos sabíamos lo que demandábamos, cariño y atención. Ella no supo controlar los celos y Después le vino con pretensiones. Aurora se volvió arisca pero sabía que no podía hacer mucho, porque Don Osvaldo enseguida se las arreglaba para dormir en mi cama. La mujer cuando me agarraba a solas, me decía de todo. sin vergüenza, puta y tilinga. Lejos había quedado mi sobre nombre de Pinina.

A Don Osvaldo lo llegó a amenazar con denunciarlo por aprovecharse de una niña. Yo la escuché parando la oreja detrás de la puerta. No esperé más, y a la mañana siguiente, cuando el sol se puso por encima de los cardos, sin nada acuesta, solo con lo puesto, me fui caminando por la última huella.

Mucho tiempo después, conocí al padre de mis hijos, y un poco por vergüenza, otro tanto para no romper ilusiones, recurrí a mi única mentira en la vida, diciéndole que era mi primer hombre. Todo el resto, es historia conocida, Me casé, parí y tuve nietos. Lo que nunca dejé de ser es quien fui, nunca me desacostumbre a mi sobre nombre, porque soy La Pinina.