Desde chico solía quedarme sentado mirando a Ernesto dormir la siesta, sobre todo, en las tardes de verano. Escuchar su ronquido leve y el silbido en el pecho. Mirar su panza inmensa que subía y bajaba en cada respiración. Su lunar colorado cerca del ombligo, pero más sus pies con callos en los talones, sus uñas gruesas y deformadas por un carro que de joven le pasó por encima. Sus pies tenían más vidas que los gatos. También repletos de pequeñas cicatrices por hacer explotar un frasco de vidrio lleno de pólvora,  en  una noche buena que pudo terminar en tragedia en su infancia. 

Ernesto era un hombre de mediana estatura, gordo, con una panza dura, siempre a punto de explotar. Con unos bigotes gruesos amarillentos de nicotina. Sus manos gruesas, percudidas de grasa. Sus piernas flacas contrastaba con su cuerpo. Sus ojos verdes tristes, de cejas caídas y un jopo a lo Elvis Presley que el tiempo se encargó de desmalezar. Pocas veces se lo notaba alegre. En vacaciones, ahí si era feliz, aunque era una vez al año; sentado en la reposera debajo de la sombrilla a la orilla del mar. Durante ese mes, se le iban todos los males, hasta la psoriasis alrededor de su nariz y  los codos desaparecía. Siempre decía “gracias al salitre del mar”, pero todos suponíamos porque estaba alejado de todos los problemas. Nunca entendimos muy bien cuales eran esos problemas, era egoísta, los guardaba para él, pero seguramente era la vida entera. Otros momentos de felicidad, eran los domingos al preparar el fuego del asado, en compañía de alguna botella de tinto. Nunca llegaba a la mamua, pero sus ojos brillosos denotaban, que al menos  por un rato adormecía las preocupaciones. Él siempre fue así. Lento, quizás por su sobre peso, y otro tanto por su desgano. Siempre viendo el lado negativo a todo. De hecho no hacía demasiado “¿y para que? ma` si dejalo así”. Siempre sentado en la punta de la mesa con los codos apoyados sosteniendo su cara, con el mentón entre sus manos con la mirada perdida en un punto fijo por horas. Con el pasar de los años se fue agravando. Cada vez hablaba menos y cuando podía, huía de todos, a su escondite preferido. Se metía dentro del auto a escuchar música para que nadie lo jodiera. Eso también era una verdad, desde que se jubiló, todos en menor o mayor cantidad le pedíamos algo. A pesar de ser un hombre cansado de la vida, siempre estaba dispuesto. Tenía el “sí” fácil. Y ahí estaba Ernesto, con Graciela detrás de la ventana de la cocina impartiendo órdenes. Nadie la veía, pero su omnipresencia marcaba el ritmo de la casa. “Ernesto hay que cortar el pasto” “Ernesto hay que hacer mandados”, “Ernesto hay que cambiar los cueritos de la canilla” “Ernesto no podés ser tan croto, se te ve la panza” “Ernesto dejá de comer un poco” “Ernesto no podes pasarte la tarde mirando la tele” “No se que le pasa a tu padre, pero ya ni me escucha” Ernesto escuchaba la palabra “Ernesto” y levantaba la mirada sin mufar, resignado y asentía.

Nuestra relación fue mejorando con los años y a cuentagotas, pero fue mejorando.  Era parco e inexpresivo y nada demostrativo. Quizás por esto, aprendí a valorar los recuerdos junto a él. Ahí estoy yo, como en una filmación con colores gastados y saltos de fotograma, manchas de celuloide en los recuerdos de aquel niño que alguna vez fui. Correteando palomas en el medio de La Plaza de Mayo. Por momentos con Ernesto de la mano, por momentos solo entre gente que viene y va entre los pasillos y las fuentes de agua. Con una sonrisa pintada y un flequillo a lo Carlitos Balá que se iba despeinando en el viento de aquel invierno. 

Que Ernesto me pidiera que lo acompañara o me tuviera presente, siempre era una fiesta, me sentía importante. Recuerdo esa vez, lo acompañé a hacer un trámite frente a la Plaza, a un banco. Durante el tiempo de permanencia mientras lo miraba sentado en el escritorio, carajeando, (mejor dicho carajeando no, nunca lo vi enojarse o pelear con alguién) agarrándose de la cabeza con un rostro de amargura, me la pasaba girando en la puerta de entrada, una máquina de teletransportación que te llevaba a dos escenarios; la calle, adentro, adentro, afuera con solo girar en esa rueda mágica en forma de puerta. Nunca pude olvidar a pesar de los años ese momento, ese día. Ese paseo que hicimos con Ernesto, porque no tuvo a nadie con quien dejarme ir solo.  La Capital para un niño puede resultar un gran parque de atracciones. Un mundo nuevo para explorar, sobre todo si venís del otro lado del riachuelo. Avenidas anchas, el subte, donde ponía la ficha plateada con la sigla de YPF por la ranura, para dar vuelta el molinete. Las balanzas en el andén que por una moneda podías pesarte. Eso era el futuro. Y esa salida, la única salida que tuvimos los dos solos, siendo un niño también me consintió. Recuerdo que a la vuelta, mientras esperábamos la salida del tren en Constitución, me compró la crush más rica que tomé en mi vida. La pienso y  aun hoy me refresca el paladar.

No recuerdo besos, ni siquiera que haya reído junto a mi, ni me haya pasado la mano por la cabeza en forma de caricia , aunque si los coscorrones o los tirones de oreja.

 Una mañana junto a mi tío y mi primo nos fuimos de pesca a la laguna de Chascomús. Con Leonardo corríamos entre los pastizales y juncos al borde de la laguna, siempre al filo de caernos al agua. Mi tío gritandonos, puteandonos a los dos por igual para que nos dejemos de joder. En cambio Ernesto, con menos paciencia, se puso de pie, estaba armando las líneas con anzuelos y encarnando lombrices. Enojado revoleó todo al suelo, se puso de pie, nos correteó y en un movimiento en falso, alzó la pierna para calzarme una patada en el traste, con la mala suerte que la dio en el aire. Del envión, perdió el equilibrio y terminó cayendo de culo en la tosca empantanada. Fue tanto el dolor que le costó ponerse de pie. Inmediatamente me llamó con la mano, clavándo la vista “vení para acá porque si te agarro va a ser peor”. Si bien sabía que no me podía alcanzar y ni pensaba correrme, por qué perdía tiempo de pesca. Era algo rencoroso y de regreso, la cosa se iba a poner fiera. Me acerqué y preferí el tirón de oreja para que descargara su enojo. Quedó aliviado, y así todos contentos. Al fin de cuentas me hizo un favor, me calentó la oreja en esa mañana llena de escarchas.

Ernesto estaba criado a la antigua y aplicó conmigo lo que hicieron con él. Andá a hablarle de pedagogía, de psicólogos. El revés de la mano era el corrector a todo lo que yo pudiera sacarlo de las casillas. Siempre clavando el golpe justo en la comisura del labio del lado izquierdo. Un no, era simplemente eso, un No. Nada de justificar o explicar por qué no. Hasta juré que el día que fuera padre con mi hijo haría todo lo contrario. Siempre hay que explicar qué es lo que está mal. Hoy como padre de Martina siento que no siempre hay que dar explicaciones, aunque me es inevitable no hacerlo. Un “No” de los de antes, tenían una fuerza inquebrantable que mi carácter carece. 

A los once años vino el gran mimo, el primer mimo. El regalo de una caña de pescar para un día del niño. El regalo no era en sí la caña, sino que a partir de ese momento, me estaba premiando con la posibilidad de acompañarlo a pescar. Desde ese entonces, en las pocas salidas que en familia hicimos a la casa de un tío en el Salado, teníamos nuestro espacio de hombres. Chocho cargaba los bártulos de pesca en el auto para ir a la orilla del río por varias horas. Ahí creo que comprendí la importancia del silencio, la paz y la paciencia del pescador. Como una ley fue lo primero que me dijo antes de armar la caña. “Aca no se jode” “ si queres seguir viniendo a pescar, hay que estar calladito, siempre mirando la punta de la caña. Hay que sentirla como si fuera parte de tu cuerpo. Hay que prestar mucha atención al hilo como queda tensado entre el puntero hasta que se pierde debajo del agua. Apreciar el brillo del sol pegando en la puntera es algo que pocos conocen”. A pesar que fruncía los ojos, y el reflejo del sol me dejaba ciego, procuraba no quitarle la vista. Tenía mucha razón. El brillo del sol de la mañana o del atardecer mezclado con el silencio del río o del mar rompiendo sobre la playa, tiene un encanto que solo los pescadores saben apreciar, un encanto que no se enseña, se transmite, se hereda. 

Una de esas tantas mañanas al costado del puente del salado, como trofeo, nos hicimos 6 carpas y otro tanto de lisas. Esas si que eran difíciles, resisten, pelean en el agua hasta el último instante hasta quedarse sin aliento. Ese mediodía llegamos a la casa con una sonrisa dibujada, bajamos del Citroen anaranjado 3CV con los baldes llenos de pescados. Íbamos directamente a Graciela a mostrarle la proeza. Se nos paró firme, con las manos en la cintura como guapo del 900, “no se que quieren decir con eso” la mire extrañada como no sabiendo que estaba queriendo decir. “ni se les ocurra que yo voy abrir y limpiar esos pescados. Ustedes los pescaron, ustedes se encargan de todo” se dio media vuelta y ahí nos quedamos petrificados Ernesto y yo, que terminamos debajo de un árbol, sentados en banquetas descamando y quitando tripas.

Fui su fiel compañero de pesca en el río y en las noches desoladas sobre la orilla del mar en febrero, metiéndonos al agua hasta la mitad de la cintura. Podíamos pasar noches enteras o madrugar y salir del departamento a pata por la calle principal con las cañas, el balde con las almejas para encarnar, mientras me sentía un sapo de otro pozo, ante la mirada de los otros pibes que empilchados andaban cazando levante amanecidos al pico de una botella. Es cierto, algo de envidia les tenía, pero mi orgullo por estar viviendo una aventura con él, no tenía precio. Sentía que la vida me estaba dando la oportunidad de ganarle al tiempo perdido.

En mi época de primaria, quizás mi época más solitaria, un poco por elección y otro tanto por resignación. Envidiaba a los de mi clase. En cada festejo patrio, los padres se amontonaban detrás de la formación de los alumnos y aplaudían cada acto sobre el escenario. A mí, jamás nadie fue a verme. Es así que la tarde en que me gradué, el último día de curso, al momento de la entrega de medalla y de diplomas, cuando me nombraron para que pasara al frente, caminé con la cabeza gacha, me sentí huérfano. La directora me vio cabizbajo y yo la miraba como un perro apaleado, baje la cabeza estirando el cogote sin más que hacer, para que me la colgara, cuando empecé a escuchar murmullos, el movimiento del tumulto que se iba abriendo en un surco. no podía creerlo, rompiendo filas, apareció de la nada. Fue sin duda la sorpresa más grande que he tenido en mí fin de la infancia. 

Cuando me salvé de la colimba, los amigos del barrio me organizaron una fiesta al sábado siguiente y desde la mañana entre asado y vino ya estábamos picados. Por la tarde, cuando todos se fueron, me quedé con uno de ellos, el dueño de casa. Borracho puso boleros. Le gustaba ponerse melancólico con boleros para  llorar amores perdidos, y entre lágrimas despachamos litros de cerveza. No podía dejarlo solo y para el fin de la tarde, con el sol cayendo, habíamos liquidado dos cajones de cerveza. Por la noche, a los tumbos caminé hasta mi casa. La noche recién empezaba y borrachos dejamos de lado las penas y decidimos que quedaba  mucho por festejar. Me acompañó hasta mi casa, me  vestí lo mejor que pude con la mala suerte que cuando estaba apuntando al cerrojo para cerrar la puerta, cayeron mis viejos. Graciela me armó una flor de escándalo que mi amigo salió despavorido, las patas no le daban. En cambio yo, borracho arrastrándome por las paredes, fui obligado a irme a la cama. Recuerdo acostarme con el mundo dando vueltas como un kohinor. Apenas pude sentarme en el borde de la cama, vomité hasta el apellido. Ernesto reia casi a carcajadas, mientras en una pava calentaba agua para hacerme un cafe negro, porque ya se la veia venir. A pesar de la borrachera, recuerdo patente los gritos de Graciela desde la cama de la pieza de al lado “ahí lo tenés, en pedo. Espero que mañana le expliques que en esta casa no aceptamos borrachos ni drogadictos” Ernesto puso la taza echando humo sobre la mesa, me fue a buscar para ponerme de pie y sentarme en la punta, mientras le respondía “porque no te dejas de joder, te pones a dormir que de esta me encargo yo. Dejá de gritar y dormite de una vez, que una mamúa no es la muerte de nadie, el pibe está creciendo”. Escuchaba el refunfuño de Graciela que se iba apagando y a pesar de mi resaca,  el pecho se me hinchó. Ahí estaba él respondiendo por mí, poniendo el cuerpo a la situación como nunca antes.

Ernesto era chapucero, los detalles son una materia previa que nunca aprobó. Era el típico lo atamos con alambre y siempre salía del paso con una solución. Nada lo enojaba al punto de mandar a la mierda o revolear todo. Podía estar horas pensando algo, por más que la solución se resolviera con cualquier cosa que tuviera a mano. Cada vez que recurrían a él, me quedaba mirando, levantaba el ceño, exhalaba y me daba la respuesta por más que no lo supiera. Estaba fascinado, no podía creer cuánto conocimiento podía tener ese hombre. Lo admiraba y  se lo hacía saber, y él con una sonrisa apenas dibujada en el labio me decía “¿qué vas hacer el día que me muera?” Nunca le respondí, es el día de hoy que aun no tengo esa respuesta.

Varias siestas me he quedado mirando como dormía plácidamente, más de una vez, se quedaba dormido sentado en la silla con sus brazos cruzados apoyados sobre su barriga, debajo de la sombra de la parra entre rasgueos de chicharras. Otras lo miraba de lejos, mientras fumaba, o se cortaba las uñas con los dientes, con la mirada ida. Ni murmuraba, ni hablaba solo, solo pensaba. En algunas ocasiones le pregunté qué le estaba pasando pero la respuesta era siempre “nada”. Se levantaba o disimulaba cambiando de tema. Era experto en eso. Nadie supo que era lo que tanto tenía que pensar. Nadie nunca supo bien, que lo entretenía,  si tenía sueños inconclusos. Buscaba no preocupar a nadie y a todos preocupaba.  Nunca lo vi llorar.  

Poco antes de que se vaya, en una de esas vueltas del destino, junto a uno de mis hermanos, tuvimos un viaje improvisado y desde ese entonces entendí que las mejores cosas pasan por deben pasar, sin necesidad de buscarlas o planificarlas con tiempo. Fue una noche oscura y profunda. Nunca antes había visto tantas estrellas juntas, con una luna llena resplandeciente sobre nuestras cabezas.  Ernesto bajó la velocidad, mordiendo la banquina,  dejó la ruta por una calle de ripio que apenas se veía entre pastizales y juncos de cada lado y un delgado cartel de chapa rezaba  “Villa Paranacito”. Al principio dudábamos si estábamos yendo por el camino correcto, por lo general, la entrada de los pueblos están iluminadas o mínimamente tienen una calle de entrada asfaltada. No se veía más allá de lo que alcanzaban las luces altas del auto. Un camino con curva y contra curva. Las piedras golpeaban debajo del piso. Después de unos minutos, empezaron a aparecer casas sencillas de cada lado del camino. Algunas con una tenue lamparita encendida, en otras se podía ver por las ventanas de postigos abiertos, las familias preparándose para comer. Íbamos a paso de hombre sin encontrar  el río, que sin darnos cuenta, nos acompañaba hacía varios kilómetros al costado del camino. Transitamos hasta toparnos con un embarcadero, una pequeña plaza al costado, una maderera y de frente Prefectura Nacional.  Llegamos al corazón del pueblo. 

No había gente, ni perros, ni señales de vida por ningún lado. Sólo al costado, unos botes meneándose con el movimiento del agua y la luna resplandeciendo con todo su brillo sobre el río. Bajamos, abandonando la calefacción, el frío era descomunal. Nos miramos con mi hermano y Ernesto sin decir nada, los tres pensamos que carajo estábamos haciendo. Era el peor chasco, la noche ideal, se desmoronaba, volvimos al auto. Dimos la media vuelta en la bocacalle con agua estancada y emprendimos camino de regreso, no había nada que hacer, estábamos lejos de todo y nuestro propósito, pescar, se diluía en cado paso, hasta que pasamos por el frente de una casa y como una especie de corazonada le pedí que se detenga. Bajé del auto, toqué a la puerta golpeando las manos y un hombre de barba y campera gruesa, con amabilidad y confianza campechana nos atendió. La gente del pueblo es distinta, es cordial, confianzuda y no están contaminados por la malicia de la ciudad. Entre mí pensaba “jamás abriría la casa a tres desconocidos, sobre todo si son tres hombres”. En cambio el hombre, sin miedo, estrechó su mano. Le dije queremos pasar la noche preferentemente en un camping”. Salió hasta el umbral de la casa, saludó al resto y alzando el brazo dio indicaciones donde ir. Después de agradecerle, nos fuimos e hicimos como nos dijo. Sin que nadie nos atendiera, abrimos la tranquera blanca y entramos al camping donde no había más nadie.

Estacionamos cerca de una parrilla y unas mesas de cemento. Con Sebastían nos pusimos armar  la carpa, mientras que Ernesto juntó algunas ramas del suelo, echó parte de la bolsa de carbón y prendió el fuego. Junto a Sebastian caminamos por el camping hasta la orilla sin linterna. Dábamos pasos precavidos al tanteo, apenas nos veíamos los pies. El río estaba crecido al filo y de casualidad no nos hundimos gracias al reflejo de la luna alumbró el movimiento de un ramerio y la tierra que se junta en una capa sobre la superficie del agua que se iba por el cauce. Nos reímos, nos dijimos “de la que nos salvamos”. Nos dimos media vuelta y a lo lejos veíamos una lengua de fuego rodeada de chispas que se elevaban al cielo oscuro y el rostro de Ernesto iluminado  por el resplandor rojizo de la llama. En ese instante, sentí que el tiempo se detuvo. Me quedé mirándolo, observando como abanicaba el fuego. Estaba compenetrado con lo que estaba haciendo. Se lo notaba distendido, con una tranquilidad que pocas veces lo vi. Estaba en su mundo. Abstraído de toda realidad que le pesaba en cuerpo y alma. Era un niño con juguete nuevo. Nos acercamos al fuego. Era imposible pensar en sentarse en ese banco de cemento con el frío, el rocío era helado, pero la noche no pudo ser más perfecta. Era la noche de todas las noches. El ruido de los árboles moviéndose por la brisa constante. Los grillos rompían el silencio profundo. Se escuchaba el crispar de la madera ardiendo que se convertía  en pedazos de leña. Los tres encima frotándose las manos para darnos calor. La parrilla de hierro se calentaba y el pedazo de carne y chorizos comenzaba a asarse, alargando el olor que incitaba al hambre. Es increíble el aroma a leña de campo, el humo blanquecino y el rostro de papá mirándonos sin decir nada. Esa vez no necesitó hablar. Su cuerpo, sus gestos expresaban paz y armonía. Estaba radiante. Ni en el mejor de los sueños podía estar viviendo semejante noche Todo era perfecto, incluso hasta el sufrimiento del frío era necesario, porque nos decía que estábamos vivos. La realidad superaba cualquier sueño o anhelo.

Esa noche ni siquiera pudimos sentarnos unos minutos para comer. Cortamos rodajas de carne y comíamos mientras, como una tribu en un ritual adora el fuego caminando alrededor de él. Cada uno, con una frazada por encima del lomo, arropados hasta las cabezas, apenas dejando al aire el rostro y la mano con la que nos llevamos la comida a la boca. Nunca volví a comer otro asado igual y estoy seguro que no lo idealizo.

A la mañana siguiente despertamos con todo el cuerpo duro. La helada cayó sobre el pueblo. Con los dedos chiquitos de los pies anestesiados. no se sentían. La espalda dura de dormir en el suelo, y mal dormido por la incomodidad. Abrí el cierre de la carpa y Ernesto apenas se distinguía detrás de los vidrios empañados del auto. Se levantó más temprano. El siempre era de madrugar e irse a dormir antes que los demás. Sentado en el auto tomando unos mates. Detrás de mí, se levantó Sebastián con todas las ganas de pescar, era su primera vez con Ernesto. Era su mañana de bautismo. Pero Ernesto no quiso salir del auto, dijo sentirse tranquilo y no quería cagarse de frío. Lo entendí y no quise que saliera de su estado de confort. Armamos las cañas y por varias horas nos sentamos en un tronco. Esa mañana mientras olía el vapor de una taza de café, entendí que hay lugares que transmiten paz, la naturaleza te envuelve con sus colores, su quietud, sus ruidos, generando un estado de bienestar en cuerpo y alma. Unos patos nadando en la orilla vecina. El sauce llorón acariciando el agua. El agua amarronada que cada tanto hacía pequeños círculos que se iban expandiendo hasta desaparecer y a unos metros, una mujer con su crío, en canoa se ponía a remar para cruzar hasta el otro lado. Los pájaros revoloteando y cantando en la mañana despejada de un cielo celeste claro. Nuestras voces sonaban en la inmensidad del eco. Pescamos algunos bagres que tiramos de inmediato al agua y así se nos hizo el mediodía y fue momento de levantar carpa para siempre con la promesa de volver.  

Cada uno de esos pocos momentos vividos vuelven una y otra vez. Algunos prefieren tatuarlos, como si llevarlos en la piel fueran más importantes que llevarlos al alma. Yo tuve pocos momentos irrepetibles, pero buenos e intensos. Quizás por eso los valoro, porque uno siempre valora aquello que escasea o no tiene. 

Con el nacimiento de Martina, mi hija, su nieta, toda la dedicación fue para ella. A medida que fue creciendo, Martina y Ernesto se volvieron una cofradía impenetrable. Ahí estaban sus miradas melosas, las manitos de ella tironeando de sus bigotes. Martina a upa. Martina sentada en el asiento de atrás del auto. Ella era el sol, el aire para él. Era su pretexto para no caer en su depresión natural. La despertaba todas las mañanas con el tazón de leche en la cama, que bebía con los ojos cerrados, mientras se la sostenía, para que con el último sorbo a pata suelta siguiera durmiendo. Martina odiaba que la peinaran, él tenía el poder de hacerlo. En esa época vivían uno para el otro. Eran palo y astilla. Me encantaba verlos desde afuera como una bella escena de película entre abuelo y nieta. (el abuelo calvo, de bigotes, panzón y anteojos apenas sostenidos en la punta de la nariz), con su mano gorda, tomaba la mano pequeña de martina y caminaban solos y tranquilos, mientras ella le regalaba sonrisas e intermitente levantaba la cabeza para mirarlo obnubilada por la presencia de Ernesto. Se amaban y en mí corría una inmensa felicidad. Porque en esos besos y caricias y abrazos que él le daba, sin saber, también me los estaba dando a mi.  Ernesto se había quitado el traje de padre, para ponerse el de abuelo y que bien que le quedaba.

En las últimas épocas ya no era él. Era un perro viejo, que sabe que está por morir y busca un rincón alejado de todo para dejar caer por vencido su cuerpo. Nunca sabremos si estuvo conforme con su vida, si la vivió como la soñó, si fue feliz o no  por miedo. Miedo a vivir como realmente quería..

Cuando el médico me llamó hace unos minutos para que te viera por última vez y para decirme que no hay nada más que hacer, me escuchó, me dejó desahogar diciendo que tan importante fue Ernesto en mi vida. Necesité hacerlo de esa manera, porque con las entrañas doliendo, con la respiración ahogada de sufrimiento y la congoja empañando los ojos, me era mucho más fácil que decir Papá.  

Estás acostado con tu cuerpo que ya no resiste, y yo acá parado al lado tuyo invadido por una ráfaga de imágenes de toda una vida con vos; con malas y buenas decisiones. Con tu distancia y con tu manera de amar. Acá estás respirando a cuenta gotas, durmiendo como esas tardes de siesta. Con tus pies desnudos, con tus cicatrices que me llevan una y otra vez a esos momentos. A recordarte como siempre te recordaré. Lamento despedirme de esta forma. Nadie me enseñó cómo es un adiós hasta siempre. No existe modo de dar un beso eterno y entrañable. No se que tan intensa debe ser la caricia al rostro de quien se va. Te abrazo, caigo sobre tu panza firme, rozo tu lunar rojo sobre el ombligo y te beso, con ese beso último sobre tu mejilla de barba crecida. No puedo irme, pero debo hacerlo. Es momento que descanses del difícil oficio de vivir.