Era una mañana fría de Mayo. El asfalto y las veredas estaban mojadas de la humedad. La gente caminaba de prisa de un lado a otro. Mujeres de vestidos de telas importadas, hombres de traje y maletín. Los carros se atascaban en las esquinas de la avenida con el paso del tranvía. Algún que otro auto transitaba por la zona. El lustra botas cerca de la entrada al Tortoni. El canillita cantaba las noticias de los titulares de los Diarios, la mayoría vinculadas al festejo del centenario próximo a realizarse. Un mimo llamaba la atención en la esquina de Piedras. Un agente intentaba ordenar el transito con señas de mano y pitidos. Y de un momento a otro, de uno de los edificios aledaños; un hombre, encorvado, alto, flaco piel y hueso, prolijamente peinado, bajó las escaleras de un primer piso despavorido.
El hombre llegó a la vereda exaltado, parecía asfixiarse. La gente al pasar lo miraba como si miraran a un loco, se sintió perseguido. Acomodó el moño en su cuello y salió corriendo nuevamente a la comisaría más cercana. Cuando la policía subió hasta la barbería y apenas cruzaron la puerta, el inspector se detuvo en el picaporte, tenía signos de haber sido violado. Sobre el asiento, yacía el cuerpo robusto del Juez Picardi. Estaba sentado como todo cliente y había sido sorprendido por la espalda. Aun quedaba en su rostro espuma de afeitar. Su camisa importada blanca con gemelos de oros con sus iniciales impresas, era pura sangre, la cual se había desparramado por todo el salón, debajo del asiento y en el pantalón de la víctima.
Sobre la mesa, al lado del cadáver, estaba la navaja, la misma que fue utilizada por el asesino para degollar al Juez, quien tenía un tajo que iba de un lado a otro de la garganta debajo de la papada. La herida parecía ya estar cicatrizada, la sangre coagulada se había vuelto negruzca. Después de mirar la escena del crimen, el inspector levantó la mirada y ordenó algunos de sus agentes, que comenzaran a interrogar a toda persona que se encuentre en el edificio. En cambio a otros, le pidió que hagan un cordón de seguridad impidiendo que nadie entre o salga. Tomó del brazo al barbero y lo alejó hasta una de las ventanas.
-Dígame que es lo que sabe
-Por Dios. No se nada. Llegué como toda mañana de lunes media hora tarde y me encontré con esta sorpresa. No lo puedo creer. El Juez Picardi era mi mejor cliente. Que van a decir de mi… que van a decir de mi negocio… estoy en la ruina.
-¿Porqué todos los lunes llega media hora tarde?
-Se me hizo costumbre. Hace unos años cuando la finada de mi madre estaba viva, me iba a pasar todo el fin de semana con ella. Vivía en un pueblo a mas de doscientos kilómetros, entonces salía el mismo lunes de madrugada para estar mas tiempo con ella y llegaba tarde.
-¿quién sabía que usted llegaba tarde los lunes? –preguntó el inspector mientras tomaba nota en una pequeña agenda de bolsillo.
-Mi ayudante Enrique…
-¿Dónde se encuentra?
-Murió hace una semana de tuberculosis.
El inspector se sacó el sombrero y lo colgó del perchero junto al saco del juez. Del bolsillo tomó su atado de cigarrillos, llevó uno a la boca, lo encendió y reteniendo el humo de la primera pitada, lo dejó escapar finamente por sus labios haciendo un recorrido con la correntada de aire hasta la ventana.
-Si usted era el barbero. Si él era su mejor cliente. Seguramente tiene algo para contarme de la vida personal.
-Se que prácticamente todo lo que sabe la ciudad. Era el Juez más respetado, más honorable, el más justo
-Dije de la vida personal…
-Estaba casado hace mas de treinta años. Tenía dos hijas adolescentes, muy preciosas por cierto. Una está a punto de terminar el colegio y la iba a mandar a Londres a la Universidad.
-¿Qué más?
-Era católico, muy practicante. Todos los domingos iba a la misa de la Catedral. Se hablaba con el cardenal. Se codeaba con gente de la alta sociedad. Le gustaba mucho ir a tomar el té al Alvear con su esposa.
El barbero, a pesar del frío comenzaba a transpirar, y junto con la transpiración que mojaba su frente, se sentía nervioso. Le molestaba la mirada clavada del inspector, se sentía presionado, observado. Tenía miedo de responder, de pisar en falso, de dar alguna información que arruine la imagen del Juez. El inspector, por un momento se quedó callado. Siguió fumando, sin sacarle los ojos de encima. Vió como le temblaban las manos, su voz era distinta, titubeaba y parecía hablar para adentro.
-Presiento que hay algo que no me está diciendo… le voy a ser franco, necesito que me diga todo o de lo contrario lo llevaré a la comisaría y quedará detenido hasta que se aclare el asunto.
-Por Dios. Señor, estoy colaborando
El hombre se sentía apabullado, miró hacía atrás y los forenses sacaban fotos al cadáver. Otros policías revisaban el lugar. Volvió la mirada hacia delante, se desabrochó el saco, el moño y el primer botón de la camisa.
-hay rumores que el juez tenía una doble vida… ¿Qué hay de cierto?
-¿Picardi?…. No señor, el hombre detestaba las prostitutas….
-Me refiero que era maricón…
-¿cómo voy a saber eso? Me compromete con las declaraciones…
-Usted se compromete si no me responde… Puede que se trate de un crimen pasional, me ayudaría mucho para llegar a la verdad. ¿salvo que usted fuera…?
-Jamás…-el barbero hizo seña de cruz con sus dedos iniciales-no soy de esos –bajó la voz discretamente – voy a decirle la verdad… era amante de Enrique, se querían mucho, ahora que hacían, no lo se, toda su relación la manejaban de la puerta para la calle.
-¿Y enrique no tenía a su vez…? Otro tipo, quiero decir… un noviecito
-Creo que sí, pero no se quien. No me gusta hablar de los muertos. Se que el asuntillo lo manejaba por la zona, después del trabajo.
-¿No sabe quien es?
-Jamás conocí su rostro….
Sin decir nada, el inspector tomó otro cigarrillo entre sus labios, caminó hasta la puerta y cuando bajaba las escaleras, un agente lo llamó por la espalda.
-Inspector, la vecina del tercero B, dijo que vio salir a las apuradas a un hombre sospechoso, con cara de inmigrante. Un tano, un polaco, quizás un alemán…
-Un europeo… -aclaró el inspector con enfado.
-Si, un europeo. Dice que cuando lo vio correr por la escalera, lo siguió hasta la vereda, No corría, caminaba de prisa. Y lo perdió de vista en la esquina de la calle Piedras. Dijo que nunca antes lo había visto.
El inspector se sintió abrumado. Estaba desconcertado. Llegaba el carro ambulancia a buscar el cadáver. Terminó su cigarrillo mirando hacía la Calle Piedras, ahí seguía el mimo trabajando a la gorra, con las monedas que la gente le dejaba al pasar. Monedas que caían dentro de la bolsa donde tenía sus pertenencias; Su maquillaje, y otro par de guantes, los que quedaron manchados de sangre.