En medio del pasillo vacío, se sintió el eco de las rejas abriéndose, luego del chillido eléctrico. Pasos  acelerados en el piso recién encerado, acompañados de piernas arrastrándose en el suelo, de un cuerpo vencido que como podía se resistía a donde lo estaban llevando.


Alfredo de treinta años pedía a gritos, imploraba que no lo encerraran, pero los dos enfermeros, de carácter frío hacían oídos sordos a sus reclamos.Llegaron al cuarto, una celda con puerta ciega. Lo arrojaron como un costal. Cayó desparramado en el suelo y cuando trató de reponerse, era demasiado tarde, se escuchó las llaves en el cerrojo.


-Por favor, déjenme salir –seguía suplicando en vano, mientras golpeaba a puño cerrados en la puerta casi sollozando –están cometiendo un error. Es difícil de creer. ¡No estoy loco! Soy realmente el hijo de Dios. Se que es difícil, los entiendo y los perdono. Hay mucha gente que me necesita allí afuera, mucha violencia, mucho dolor. Yo soy quien viene a traerles la paz…


Alfredo se dejó caer al suelo contra la puerta mientras se daba por vencido. Ya nadie lo escuchaba, nadie quería escucharlo. Estaba solo en un pequeño cuarto de paredes viejas azulejadas y piso de baldosas de granito negro. Solo había una diminuta cama, con un delgado colchón, sin sábanas, sin almohada. Solo en una de las paredes un ventiluz por donde se filtraban halos de luz.


Se quedó en silencio. Un cosquilleo tenue comenzó a recorrer su mejilla como una gota de transpiración. Trató de secarla con su mano y vio que se le tiño de sangre. Se tocó la frente, y las heridas alrededor de su cabeza estaban sangrando. De pronto el dolor, la sorpresa. Miró nuevamente sus manos y en sus palmas dos grietas oscuras en carne viva de donde brotaba más sangre. Luego sus pies comenzaron a dolerle. Se descalzó y vió las cicatrices sobre el empeine que volvían abrirse desgarrando la piel. Su cuerpo dolía. Se largó en llanto, comenzó a desvanecerse, a debilitarse. Sus ojos parecían darse vuelta quedando blancos y cayó al suelo.


-Que caso tan extraño éste. (decía sentado plácidamente en un cómodo sillón movible cruzado de piernas el director del neuro psquiátrico a los dos enfermeros) en mis veinticinco años en este hospital, han entrado miles de locos pero no con estas características. Que se crea el hijo de Dios o la reencarnación de Jesucristo ya es para el Guiness  – se largó una carcajada contagiosa.

-Lo llamativo es que pudimos dar con el paradero de este loquito, gracias a las denuncias de los vecinos que estaban molestos de que cientos de personas todos los días vayan a verlo. Se ve que molestaban el centenar de personas en la vereda, día y noche.

-…es un chanta. No es un loquito, es un charlatan que se abusa de la desgracia ajena.

-Seguramente estaban molestos por el ruido del tumulto que no dejaba dormir de noche ni la siesta a los vecinos… la gente es muy haragana – agregó el director en tono de sorna.

-Pero este supuesto hijo de Dios ya parece que viene con antecedentes familiares. El padre abandonó la casa cuando él era menor de edad. La madre, dicen que hablaba sola, y que a unas cuantas mujeres del barrio, les había comentado que era virgen.

-Pobre pibe, se crió con la locura de la madre. A la que hay que encerrar es a ella, que seguramente le llenó la cabeza con que era el enviado de Dios. – el director se puso serio por un instante. –eso sería interesante. Vayamos hacerle una visita personal y que nos hable de su madre… acompáñenme.

Los dos enfermeros acompañaron al director hasta el cuarto donde estaba encerrado Alfredo. 

Abrieron la puerta y vieron que en el medio había un charco de sangre, las paredes estaban todas marcadas con sus manos y sobre la pared donde estaba el ventiluz, se encontraban huellas de las manos y los pies en sangre fresca como si hubiera escapado por ahí, algo que era imposible, ya que se encontraba casi contra el cielorraso a mas de tres metros de altura. Ni siquiera hubiera podido llegar subiéndose a la cama.

El director, inmediatamente telefoneó al encargado de seguridad. La ventana daba a un patio interno y era fácil que lo encontraran deambulando entre los demás internados. Al cabo de unos minutos, la respuesta fue negativa. Nadie lo había visto. No había señales que el hombre haya salido por esa diminuta ventana.

-La sangre seguramente eran de las cicatrices que el hombre decían ser estigmas…-agregó uno de los enfermeros.

El director lo miró con el ceño fruncido.

-Lo de la sangre, es algo secundario para las circunstancias. No me importa una mierda ni sus

estigmas, ni su patología, ni supuesto parentesco con Dios, solo quiero su paradero. ¿Qué explicación doy a las autoridades policiales y del estado, cuando diga que se me esfumó de la nada un internado?

-¿Usted creé que a alguien le pueda importar que un loco haya desaparecido? (dijo el más callado) ¿cuántos locos andan sueltos y nadie ni siquiera se percata de que están locos?

-¿y si en realidad no era un loco, era realmente el hijo de Dios? – dijo el otro enfermero un poco en tono irónico, un poco en tono serio como esperando la respuesta de los otros dos.

El director estaba molesto con los comentarios, nervioso por la situación y mufó.

-No se si será el hijo de Dios, pero …(dijo un enfermero casi con resignación) creo que el todo poderoso cometió un error. Lo envió diciéndole que diga que era su hijo y no vio las consecuencias. Cualquiera que diga eso hoy, sería considerado como una barbaridad demencial. ¿Cuántos habrán venido y hemos enviado al loquero?

Se hizo un silencio entre los tres hombres por un instante. El director agitó sus manos ordenando

que envíen personal de limpieza al cuarto inmediatamente, y salieron caminando por el pasillo.

Lo dos enfermeros caminaban adelante. Los dos se persignaron y no vieron que pasos más atrás el incrédulo del director hacía lo mismo.