Desde hace mucho tiempo venía insistiendo a mi madre que me dejara quedarme a dormir una noche en lo de mi abuela, que vivía a unas pocas cuadras de casa. Extrañaba a mi abuela, sobre todo porque siempre fui un consentido. Hacía unos días que nos visitó después de mucho tiempo, andaba mal de las varices en las piernas. Desde ese entonces, me picó el bichito, después de decirme “porqué no venís a quedarte una noche de estas, que te preparo unas marineras con morrones cocidos, huevo frito y papas como a vos tanto te gusta”. Estuve dos días insistente e insoportable, hasta que en el atardecer del jueves de la semana siguiente mi mamá me dijo “ma´ si preparate la mochila que te llevo”. Al llegar a la casa, mi mamá con mi papá, que siempre andaban a las apuradas sin tiempo para nada, me saludaron con un beso en la mejilla, “portate bien y no hagas renegar a los abuelos”, saludaron a mi abuela, a la distancia alzando la mano, subieron de prisa al Citroen 2CV como si tuvieran miedo que me arrepintiera, justo una vez que encontraron librarse de mí al menos por una noche.  

La casa de mi abuela siempre estaba en penumbras, pocas luces y las que tenía no iluminaban lo suficiente, dando a toda la casa un aspecto ocre. Mi abuelo en camiseta con el pantalón por arriba del ombligo y en chinelas salía del dormitorio refunfuñando porque otra vez perdió Racing. Pidió de mala manera, que le preparara un café con leche en el tazón grande con unas rodajas de pan con manteca que siempre sumergía dejando aureolas de grasa sobre la leche. Tomaba sorbos ruidosos sin levantar la mirada de la taza en la punta de la mesa, mientras yo, iba por el segundo plato de marineras, que rebosaban por los costados del plato. A mi abuela le gustaba comprar la carne entera y filetearla para luego golpearla con un martillo de punta cuadrada hasta dejarlas anchas y delgadas, pero sobre todo, tiernizadas a golpes. Casi con el último bocado en la boca, intenté irme al sillón a recostarme y a mirar un poco de televisión cuando por detrás escucho en palabras roncas a mi abuelo, “no señorito, acá los menores se van a  dormir antes de las diez de la noche, se terminó el horario de protección al menor”. Lo quedé mirando pero no me animé a sostener la mirada más que unos segundos, di media vuelta, fui al baño a piyar, lavarme los dientes y directo al dormitorio donde dormía con mi tío, el solterón que esa noche pegó el faltazo.

La cama estaba literalmente helada, las sábanas del frío parecían húmedas, no podía ni estirar las piernas, tiritaban, acurrucado me hice a un costado y con la doble frazada pesada sobre mi cuerpo y hasta las narices me quedé dormido. Hasta que en altas horas de la noche un fuerte vendaval abrió de par en par la ventana de dos hojas del dormitorio golpeando contra la pared, con las cortinas blancas, flameaban en la inmensidad de la oscuridad como fantasmas.  Mi corazón latía tan fuerte que lo sentía detrás de mis orejas. Sin darme cuenta estaba sentado en la cama temblando, ahora de miedo. A los tumbos y a ciegas tocando las paredes caminé hasta la puerta que estaba cerrada tan fuerte que a pesar de mis tirones no lograba abrir. No quería llamar a mi abuela por miedo a despertar a mi abuelo, sus gritos y su rostro enojado erán peor que cualquier monstruo viviente en la oscuridad. El viento soplaba dentro del dormitorio, las cosas volaban en la habitación. Cayó el velador de la mesa de luz de mi tío y de pronto un ruido de vidrio estalló en el suelo. El pino del fondo de la casa se redoblaba y zumbaba, cuando logré abrir la puerta, troté hasta la cocina y me encontré con las luces encendidas y mi abuelo completamente desnudo con un vaso de agua en la mano a la altura de la heladera. No sabía si irme o quedarme, el peor escenario en la peor noche. Lo miré de arriba abajo y no podía quitarle la mirada sorprendida de su virilidad anciana, cuando por detrás mío sobre mis hombros se posaron las manos huesudas de mi abuela. Me giró “que estás haciendo despierto de madrugada vaya a la cama” sin pensarlo, porque jamás faltaría a las órdenes de un adulto, en vez de irme a la pieza, me senté en el sillón individual al lado de la estufa a kerosene que daba sensación de un ser de otra dimensión mirándome con una boca de fuego. Mi abuela sin saber que hacer caminó a su dormitorio, en cambio yo estaba perplejo, hasta que reaccioné cuando mi abuelo, aún sin emitir una sola palabra y sin taparse sus partes privadas se me paró delante mío. En ese momento no lo pensé, agache la cabeza, me levante y a pasos lentos caminé hasta la puerta del dormitorio, al mirar la habitación de ellos, con la luz del velador encendido, mi abuela levantaba de la cama unos pedazos de trapos que hacía un bollo para llevarlos a una palangana al baño y ponerlos en remojo, mientras que sus inmensas tetas campaneaban entre sí y  contra su estómago, con sus pezones, dos perillas de cocina sobresalían debajo de su grueso camisón.

A la mañana me desperté como nunca, antes que sonara el despertador del dormitorio de mis abuelos, la pereza y la fría mañana de invierno poseyó el cuarto, exhalaba humo por mi boca, y después de algunos bostezos, me animé a salir debajo de las frazadas, el frío atravesaba mi pantalón pijama hasta los huesos. Bajé descalzo y el suelo de mosaicos parecía hielo. A lo lejos escuchaba la radio encendida. Héctor Larrea con su locutora en su programa de AM Rapidísimo informaba un alerta meteorológico, “Frío polar, ráfagas de viento y una inminente tormenta. 

En los ojos de mi abuela, se reflejaba la vergüenza de la noche. Sin decir nada, sirvió una taza de café recién preparado con su aroma impregnando toda la cocina. Lo dejó sobre la mesa. Me senté y de a sorbos cortos fui tomando mientras de refilón miraba por la puerta del dormitorio como se colocaba las enaguas de tela brillosa que llegaban hasta por encima de la rodilla, la pollera larga, subió el cierre al costado de su cadera, se puso una medias sujetadas con elástico, los zapatos, tomó el monedero de cuerina, la bolsa de mandados, me acarició la cabeza y con un beso en la frente me dijo “ahora vuelvo. Portate bien, no hagas macana. Te traigo unas medialunas y un yogurt en frasco de vidrio, como a vos te gusta”. Cerró la puerta y me quedé por un instante quieto, hasta tomar el último sorbo, en realidad nunca tomaba el último, me daba asco la borra en el fondo de la taza.

Me acerqué a la ventana del frente, corriendo la cortina, miré al cielo, y estaba gris oscuro, de buenas a primeras, se oscureció, la mañana se convirtió en una noche sin estrellas y con relámpagos que cada tanto encendían el horizonte que se perdía entre árboles sin hojas. En la casa de mi abuela, si llovía no tenía nada para hacer, no tenía juguetes y los canales de televisión aún no empezaban a dar señal.

El viento cada vez soplaba más fuerte, el ruido del zumbido se mezclaba con el del pino´que resistía doblado, unas bolsas de nylon volaban en el viento junto a otros objetos que venían de las casas vecinas, los vidrios de la casa vibraban, bajé las persianas, cada tanto miraba por la mirilla, el aire me secaba el ojo. Un golpe estruendoso sobre la puerta del fondo me paralizó, quedé tenso, la piel de gallina en todo mi cuerpo, la respiración se agitó. junté fuerzas y coraje, fui a mirar por la ventana del dormitorio para ver porqué el ruido en la puerta del fondo, era una rama que no resistió del pino, salió despedida como una lanza. 

Inmediatamente se corto la luz y la casa quedó en pleno silencio, el gato negro de mi abuelo cayó por la claraboya del baño, estaba medio inconciente y destartalado a pesar que cayó de pie. Se golpeó la cabeza contra el costado del inodoro. Y yo pensaba en mi abuela. ¿habrá llegado aunque sea a la panadería de la Orenzana donde le podían dar refugio? sin dudas que si, porque si no le vería volando como todo lo que estaba afuera. 

El Kerosene de la estufa se consumió, y el fuego iba apagando de a poco, un trueno largo y estrepitoso me ensordeció por completo, lo acompañó un rayo que cayó sobre el tendido eléctrico que pasaba sobre los postes de la vereda, los chispazos me recordaron a las estrellitas de navidad. Inmediatamente unos borbotones pesados caían sobre el techo. Miro entre las rendijas de la persiana y eran piedras de hielo y una lluvia fina y espesa que cortaba la visión. La puerta temblaba, se sacudía como si alguien quisiera entrar. Pensé nuevamente en mi abuela.

Me senté en el sillón individual cerca de la estufa apagada, aunque algo de calor emanaba. El gato saltó sobre mis piernas, dio un par de vueltas hasta acomodarse hecho un bollo. Yo tenía miedo, mucho miedo, éramos él y yo. Acariciaba su lomo de pelo fino y corto, cuando otro trueno ensordecedor nos sorprendió. El gato asustado maulló, me trepó por el cuerpo con sus uñas afiladas, me caminó por la cara dejando rasguños de sangre, hasta saltar y perderse debajo de algún mueble, por unas semanas no supe más nada de él.

La lluvia era torrencial, el viento no cesaba y mi abuela que no venía. Por debajo de la puerta del comedor ví un charco de agua que se iba agrandando. Caminé despacio y otro golpe, como una patada, inmediatamente una ola, se coló por debajo de la puerta. Trepé al sillón mientras el comedor se convertía en una laguna. Miré hacia afuera y ni la vereda, ni la calle se veía, era un río revuelto. Bolsas de basura flotaban llevadas por la correntada, el auto del vecino de enfrente se veía hasta la mitad, un perro pasaba como un carpincho nadando contra la corriente hasta que de un momento a otro hundió su cabeza y no lo vi más. 

Pensaba en mi abuela, hacía un rato me había dado un beso y me dijo que me portara bien, aun escuchaba como en ecos su voz triste y melancólica. Mi abuela no sabía nadar, tenía miedo de verla flotar entre tantas bolsas de residuos negras o colgada de algún ramerio o reventada por un rayo que pudo alcanzarla y dejarla calcinada irreconocible, con su cabello electrizado largando humo por los poros. Pensaba en mi abuela muerta en cualquiera de sus variantes sin tener un día alegre junto a mi abuelo. Jamás la sentí reír. Pensaba en mi abuela y esperaba que no hubiera al menos muerto sufriendo, porque para eso estuvo la vida. Ya a estas alturas deseaba que si pasó para el otro lado, haya tenido una muerte seca, como decía ella, “una muerte linda, en la que no se sufre”.

Pasaron las horas, la lluvia se detuvo, la inundación sedió, el viento se convirtió en brisa, y tímidamente el sol asomaba entre nubarrones negros. A lo lejos se escuchaban los primeros cantos de pájaros. La mañana se convirtió en mediodía, y permanecí sentado en el sillón del comedor con las rodillas apretadas, ansioso, esperando a mi abuela, que nunca más volvió, ni se supo de ella.