El ruido de la cama desvencijada rechinaba en cada rincón de la casa. El ruido del respaldo de hierro golpeando constantemente contra la pared, los helasticos con resortes se quejaban en cada movimiento del Cholo completamente desnudo con todo el cuerpo empapado en la tarde calurosa de verano donde solo los moscardones verdes andaban dando vuelta. Gemía cada vez más fuerte y más fuerte como bestia desencajada. Penetraba con dureza a Felicitas boca arriba con la mirada perdida con la cabeza al costado, apenas respiraba agitada. El cholo se sostenia de los garrotes del respaldo para llegar mas adentro mientras le decia así te gusta hija de puta. Te acordas cuando te conocí virgencita, te estoy sacudiendo como esa vez que te hice sangrar y tanto te gustaba. Te gusta que te dé fuerte, mientras ella con debilidad, arañaba las sábanas sueltas mojadas de transpiración. Acabó dentro de ella, mientras con una de sus manos sostenía uno de los muslos de ella. Le apretó con toda fuerza una de sus nalgas dejando los dedos marcados hasta sacar su verga chorreando espesa, tan mojada como su frente con borbotones de sudor. Se sentó al costado de la cama, mirando por la ventana el cielo completamente despejado, azulado, que se perdía en el horizonte en las arboledas del monte que nacía a las orillas de las aguas amarronadas del río Paraná. Se puso de pié, caminó hasta la galería, se sentó en una silla de paja, encendió un cigarrillo y se quedó por un largo tiempo contemplando los pájaros que revoloteaban anunciando una tormenta fuerte de verano. En cambio Felicitas, inmovil, desnuda, con sus pezones rosados, su piel blanca, casi transparente que dejaban asomar las venas en su cuello y sus pequeños pechos. Estaba más pálida que nunca. Quedó tendida inerte, sus ojos llenos de lágrimas, sin poder  llorar. No tenía la suficiente fuerza. Su cuerpo no respondía hasta que de un momento a otro, un chucho de frío, la estremeció, respiró hondo en un suspiro. De lejos escuchó el chapuzon en el agua del Cholo que le encantaba bracear de una orilla a otra. Se tomaba su tiempo.

La casa era humilde. El Cholo la había levantado con sus propias manos. Parte de ladrillos, otra parte de adobe y techo de paja y caña. Estaba ubicada en un claro de césped prolijamente cortado. Rodeado de un impenetrable bosque que hacían de muro, mientras al costado el río extenso. El monte era un laberinto difícil de atravesar para aquellos que no conocían el lugar. Ni los perros sobrevivieron. La pareja en sus diez años probaron con más de media docena de perros de toda raza. Los primeros cuatro, los habían dejado que vivieran sueltos, aprovechando el extenso terreno, pero siempre se les daba por pasar para el lado de la sombra. Al primero, por insistencias de Felicitas, el cholo lo salió a buscar a altas horas de la madrugada entre pastizales, enredaderas y todo tipo de plantas salvajes. Los otros tres tuvieron menos suerte. El cholo sabía que si se iban era muy dificil que sobrevivieran, no son animales para vivir entre salvajes. Al quinto perro lo ataron y una madrugada sintieron los aullidos y lloriqueos. Felicitas se había despertado sobresaltada, intentó despertar a su esposo sin suerte, estaba totalmente anestesiado de la mamua de la noche anterior. Al amanecer lo encontraron tendido, con los ojos abiertos, el cuello inflamado, largando una espesa baba blanca de su hocico. Lo tuvieron que sacrificar con un garrotazo en la cabeza. El sexto perro, lo habían traído de cachorro. Era el más manso. De noche dormía en una colcha harapienta de lana a los pies de la puerta principal, mientras que de día estaba atado al tronco, debajo del árbol de ciruelas. Para Felicitas se convirtió en el hijo que no tuvieron. No comía sobras de los platos, ella cocinaba especialmente de más. Y comía en el suelo a un costado de la mesa entre las piernas de ellos. Un día como cualquier otro. Ella ya estaba enferma y el Cholo se fue en el bote que tenían amarrado en un precario muelle de troncos, río arriba, en busca de remedios y alimentos. Felicitas desde la cama escuchó un quejido, con su debilidad, el cuerpo cansado y sueño pesado, no pudo ni acomodarse en la cama para mirar para afuera. Cuando el Cholo regresó el perro era un charco de sangre renegrida y seca del sol. La piel toda desgarrada, su extremidades y su cabeza completamente desmembrados, había pedazos de perro por todas partes. 

Con el cielo refulgente de rayos y truenos que cada vez se escuchaban más cerca. El cholo braceó con prisa hasta hagarrarse de los postes del muelle y de un envión se levanto en el aire con su cuerpo desnudo. El cholo era un hombre de musculatura gruesa y marcada, manos enormes cabellera renegrida y tez trigueña y el lomo curtido. Le sacaba más de una cabeza de altura a Felicitas. Trotó hasta la casa unos pasos, mientras la lluvia caía a borbotones pesados. Era un diluvio, se levantó viento fuerte, los árboles se quejaban. Apenas se puso debajo del techo, un rayo cayó en las inmediaciones sobre la copa de un árbol que rebanó en dos partes, lo encandiló. Fue hasta el baño a secarse, acomodó leña, encendió el fuego y puso a calentar agua en la pava sobre las brasas mientras se puso el pantalón y en cuero fue a ver a su esposa que tiritaba con la frente sudada. Estaba en la misma posición que la había dejado y en un charco de orín. La levantó entre sus brazos, de un tirón sacó las sábanas. Con ella tendida boca abajo en sus hombros, la sostenía con su brazo por debajo de sus nalgas. Con su otra mano, levantó el colchón, lo dió vuelta y la volvió a recostar. Estaba volando en fiebre, le tomó la temperatura con los labios, la acomodó con almohadones. Le puso paños con agua fría en la frente, se colocó la camisa vieja desgastada amarillenta de percudida y a pesar de la tormenta se subió al bote y remó hasta el pueblo más cercano.

Remaba en medio de la tormenta con desesperación. Para el Cholo no había mas nada importante en el mundo que su mujer.  En medio del río revuelto recordaba el día que se conocieron. Los padres de ella lo habían llevado a la estancia, una enorme estancia blanquecina de tejado rojizo en medio de la selva misionera en un campo yerbatal. En ese entonces eran adolescentes. Don Humberto necesitaba mozos para una reunión donde estaban invitados el gobernador y otros hombres de negocios con sus esposas. Para Humberto, el pibe era un inservible, era un busca carroña, siempre estaba en problemas con los demás peones del campo, pero le tenía cierta consideración, lástima. Siempre decía que el Cholo era un mal llevado porque la vida lo habia fajado desde que nació. Era huérfano y para Humberto sus padres fueron las personas de mayor confianza. Lo estaba probando, ya que no servía para el campo, al menos que sea útil para atender las necesidades de la casa. Esa tarde, Felicitas como siempre en verano, le gustaba salir a caminar al atardecer por los senderos y se topó con él, que sin vergüenza, la venía espiando de lejos. Le entregó un ramo de flores de manzanillas silvestres. Ella sonrió ruborizada. No tuvo tiempo de decir nada, la sorprendió, la tomó con sus enormes manos de la cintura. Sus dos manos cubrían todo el diámetro de la diminuta cintura de Felicitas. Se la llevó contra su cuerpo y la besó intensamente, cayeron al pasto y quedaron los dos contemplando el atardecer mientras de lejos, escuchaban las voces de los dueños de casa e invitados riendo a carcajadas emborrachados. Desde entonces, a escondidas se veían cada tarde y algunas noches, cuando ella podía escapar por los tejados para irse al establo a acostarse con él. A los pocos meses, una mañana, Humberto amaneció con fuerte dolor en el pecho. Felicitas y sus dos hermanas menores despertaron con los quejidos del dormitorio contiguo, caminaron en penumbras y su padre, robusto de estómago prominente, se estaba agarrando el pecho. Inmediatamente llegaron los hijos varones con sus esposas que para lo único que servían era para gritar despavoridas. Felicitas salió corriendo a la casa precaria del Cholo quien acudió rápido, lo alzó, lo puso en el auto y fueron hasta el hospital mas cercano a unos treinta kilómetros. Cuando llegaron era demasiado tarde. El hombre murió en el camino de un paro cardíaco, su rostro estaba morado, con los ojos y la boca abierta. Apenas habían pasado  unos días cuando en una reunión familiar junto al abogado de la familia, abrieron los sobres y conocieron qué heredaba cada uno, según la voluntad de Humberto. Felicitas se convirtió en la dueña de la Estancia Elba que quedaba en Corrientes, uno de los yerbatales más importantes de la provincia. No dudó y el día que le tocó viajar declaró estar enamorada de Armando, conocido por todos como el Cholo. Sus hermanos con sus cuñadas que tomaban el té en el inmenso living, quedaron perplejos, boquiabiertos, mientras él con un simple bolso de mano se acercó a ella y la tomó de la cintura diciendo vamos mi amor, no tenemos nada que hacer acá. Herminia, la mujer del mayor de los hermanos, apoyó la taza de té sobre la mesa ratona. Esto es aberrante, no entra en mi cabeza. Que le ha pasado a esta chiquilina, se está yendo con el cabecita negra, que no servía ni para revisar el alambrado. ahora lo hace parte de la familia. Cuando tengamos reuniones en Buenos Aires imagino que no estará invitado. Esa bestia va a dejar mal parada a toda la familia, es una vergüenza para nosotros. Ni siquiera sabe lo que es una servilleta, es un inmundo.

Una vez instalados en la estancia Elba, en homenaje a la abuela de Felicitas. La pareja sacó turno en el civil y por iglesia. En una ceremonia íntima, sin familia, con apenas los caseros de la estancia se casaron en primeras nupcias y avisaron a la familia por correspondencia, una vez que el matrimonio se había consumado. Desde ese entonces, cada uno de ellos tomó roles diferentes en el andamiaje de la estancia. Ella se dedicaba a la administración y a las reuniones con otros empresarios, mientras él, se convirtió en el hombre fuerte del campo, encargado de la peonada. En poco tiempo se ganó la confianza de todo el personal. La empresa mejoraba su producción. Todo funcionaba perfectamente hasta que en un cóctel para agasajar a las familias ricas de la provincia, un hombre alto, de barba prolija, rubio, y acento inglés, con una copa, se acercó a ella para seducirla. Me han dicho por ahí que usted es una persona fuerte, hábil, inteligente y por lo que veo, muy hermosa. Tengo importantes negocios para hacer con usted. Tengo dinero suficiente y estoy interesado en entrar en el negocio de la yerba mate. Pero mis intereses son para negociar en privado, quizás en un hotel. Felicitas lo rebajó con la mirada. Bebió un trago de champagne, usted es un insolente. Se dio media vuelta y se fue para un costado, sin ver que muy cerca, el Cholo obervaba la escena. Estaba furioso. Desde esa noche, se volvió obsesivo por ella, los celos lo carcomía. En toda reunión que ella hacía, él estaba presente. Cuando algo no le gustaba de la conversación, se anteponía con voz fuerte y tono altanero. Para los hombres de negocio, era un bruto, ignorante, un mersa. Con algunos llegó a terminar reuniones a trompadas. No sólo sentía el trato despectivo por su falta de cultura, también en todos, encontraba un potencial hombre que compitiera por el amor de su mujer que cada vez estaba más disconforme con sus actitudes violentas. El Cholo se había ganado el odio de los empresarios y hombres de poder y en menos de dos años la estancia Elba estaba en quiebra. Tuvieron que despedir gente, hasta quedar ellos dos solos. Felicitas se ahogaba en llantos, mientras él se perdía por las noches en burdeles con tal de no escuchar reclamos. Una de esas madrugadas, borracho, no se mantenía en pie, con la vista nublada, llevó los títulos de la propiedad y por menos de una cuarta parte del valor real de la propiedad, falseando la firma de ella, vendió hasta el último terrón de tierra. Al amanecer sobre un caballo, antes que lleguen los nuevos dueños, despertó a su esposa. Corrió el cortinado del dormitorio, el sol pegó de lleno a la cama. Nos tenemos que ir -dijo exultante – Hice un negocio para comenzar una nueva vida, lejos de acá, con posibilidad de emprender nuestra nueva empresa. ¿Qué hiciste? dijo ella. Vendí la estancia a los Manzini. A cambio me dieron tierras con una casa a orillas del Paraná a unos cuantos kilómetros, atravesando el monte. Son campos prósperos, vírgenes. Todo para nosotros. 

-¡Vos estás loco! ¿Cómo hiciste para vender esta estancia? ¿Con qué derecho? Es mi casa, mis campos. Viene de herencia en herencia desde mi abuela. De acá no me voy – dijo ella a los gritos.

Se acercó, la levantó en el aire, la zamarreó y le pegó un cachetazo que la dejó tumbada en la cama con los dedos marcados sobre la mejilla. -¡Vos sos mi mujer, carajo! y te venís conmigo porque yo te lo digo. Levantate, armá tus cosas y nos vamos. Casi a la fuerza entre sacudidas, llantos y lágrimas cargaron apenas unos bolsos en un caballo y después de galopar varios kilómetros y dar varias vueltas, mientras caía el sol, llegaron al campo completamente pelado, en medio del monte con el río como testigo de un nuevo fraude. Lo habían embaucado, en el lugar no había tal casa.

Los días siguientes, ella estaba desesperada, de los nervios comenzó a adelgazar más rápido de la cuenta, estaba con náuseas, andaba a las arcadas limpias. Caminaba de un lado a otro. El primer día él se fue por la mañana a caballo, cuando apenas asomaba el sol, para volver en bote, en el rocío pegajoso de la noche bajo un cielo estrellado de luna llena que se reflejaba sobre el agua del río, que iluminaba a duras penas la inmensa oscuridad. Traía algunos alimentos para sobrevivir unas semanas, los consiguió a cambio  del caballo. Felicitas varias noches en vela, trató de conciliar el sueño apoyada sobre el ciruelo. Estaba odiosa, enojada, parca y su cabeza no paraba de pensar cómo escapar de ese lugar y de ese hombre. No pasaron más de una semana que varias noches siguientes, con coraje y en sigilo se dio paso por el medio del monte, donde la noche se volvía intensa, espesa. Ruidos por un lado y por el otro. Se sentía observada. Escuchaba pasos, ramas que se resquebrajaban, ojos luminosos. Tenía miedo de caer atrapada en un pantano infestado de yacarés, de pisar la cola de alguna víbora, o ser comida por un yaguareté. El Cholo en cambio, cada día que pasaba se sentía mas cómodo en el nuevo habitat, al punto que cada vez que ella se daba a la fuga, tarde o temprano, siempre la encontraba. La abrazaba y le prometía amor, cuidado y protección. Ella siempre reacia, le pedía que por favor la dejara, le pegaba puñetazos en los brazos, mientras pataleaba al aire. El no respondía hasta que llegaban a las cercanías de la casa, ahí la tomaba por detrás, por el cuello, la doblegaba arrodillarse, le levantaba el vestido y la penetraba como perro en celo hasta acabar. Mientras él alzaba su pantalón, apretaba el cinto, mientras la mujer no tenía fuerzas para reponerse, se sentía sucia. Quedaba en cuatro patas por un tiempo, el Cholo aprovechaba para tomarla del pelo y la empujaba hasta que su cara quedaba contra la tierra. Cada vez estaba más débil y él cada vez trataba de convencerla que estaba haciendo todo por los dos. Le traía los perros para que tuviera de qué ocuparse. Por varias semanas en un trabajo de hormigas trajo ladrillos y construyó en los meses venideros antes de que llegue el invierno, dos habitaciones y cuando no consiguió más, terminó la construcción con adobe y paja. Cada vez que faltaba alimentos, siempre se las arreglaba, ella nunca preguntaba. El se iba un día por completo, volvía por las noches cargado de comida. Felicitas en cambio, cada día que pasaba desmejoraba. Su cuerpo le pesaba, sufría agotamiento, muchas veces, ni siquiera se podía levantar de la cama y cada atardecer que caía, comprendía que se le dificultaba más escapar. No sabía remar, tampoco qué sendero tomar del monte. El Cholo se convirtió, mal que le pese en su guardían. Mientras más pasaba el tiempo, más temerosa se volvía. Muchas veces, llegó a pensar que el monte ocultaba una fuerza maligna. Escapar sola no era una alternativa, pensaba que podía ser comida por algún animal, la misma suerte que sus perros. El Cholo varias ocasiones trajo colgada de la espalda especímenes grandes de serpientes degolladas que se las tiraba a los pies, para que viera, que el monte era un lugar hostil.

Felicitas se sentía degradada, lejos del esplendor que supo conocer con su padre en vida o los primeros tiempos de matrimonio junto al Cholo. Se decía muchas veces a sí misma que se convirtió en un bolsa de carne y hueso, ni siquiera carne. Se tocaba el rostro, cada vez más demacrado y huesudo. De sus brazos colgaba la piel igual que en las piernas y el cuello. No era mas que la que cocinaba, cuando podía, cuando el cuerpo se lo permitía, pero siempre útil para saciar la virilidad del Cholo que no tenía horario, cuando él deseaba, la tomaba de prepo y la cogía con fuerza y rabia entre los dientes, haciéndo saber que lugar ocupaba. Durante el resto del día ni se hablaban, más que para compartir un plato de comida y la catrera en la siesta.

La lluvia pegaba de lleno en los ojos irritados del Cholo que remaba contra corriente, con sus brazos molidos hasta amarrar el bote al muelle. Ayudó a bajar al médico que envuelto en un abrigo para la lluvia, puso pie en tierra firme. Caminó a pasos ligeros agachado para que no se lo llevara el viento, llegó hasta la casa que estaba en penumbras con algunas velas casi por completo derretidas. Se acercó a la cama. Felicitas agonizaba. Sus labios resecos y blancuzcos. Ojerosa, con la mirada perdida apenas se notaba que respiraba en las costillas. Estaba desnuda y desgreñada. Le abrió la boca, le abrió los párpados y miró sus pupilas. Sacó de su bolsillo un frasco y una jeringa y la inyectó. La tapó mientras por la ventana un relámpago iluminó por unos segundos afuera. Salió del cuarto para encontrarse de repente en las sombras con el Cholo que lo esperaba y obserbaba.

-Esta mujer está en las últimas. No se cuanto tiempo mas pueda sobrevivir en estas condiciones. Mañana apenas pare la tormenta y salga la luz del sol, debe llevarla con urgencia. Está delicada.

-Doctor, lo traje para que la curara, ella es muy importante para mi. Tiene que salvarla, es todo lo que tengo en este mundo. Sin ella no soy nada – dijo entre sollozos

-Tiene que llevarla al hospital, no tengo nada para hacer aquí, necesitan pasarle medicación, suero, está desnutrida y enferma vaya a saber de qué. Quizás alguna infección, los mosquitos traen pestes o la haya picado una serpiente. Casi no tiene signos vitales.

-Haga algo aquí y ahora. – dijo elevando la voz, su cara se transformaba.

-No sea necio hombre. No tengo nada más que dosis de morfina para calmar el dolor y que no sufra.

El médico chistó, mofó, bajó la mirada y volvió al cuarto. Se quedó un instante parado al costado de la cama. Le volvió a tomar los signos vitales en la muñeca, le apretó la yema de los dedos, le revisó las uñas amarillentas, le olió la boca, la sentó en la cama. Alumbrado por una vela, le corrió el cabello que le cubría el cuello a la altura de la espalda. Se sorprendió por las picaduras, eran demasiado grandes para un insecto. Se sorprendió, dudó en mirar al Cholo, la volvió a recostar y volvió a la puerta. 

-¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Hay algo que debería saber para diagnosticar?

El Cholo movió la cabeza negando con lágrimas en los ojos. El médico le clavó la mirada, estaba perplejo.