El Seiko redondo que cuelga del techo del andén de la estación de Banfield marcaba las 11 de la mañana. Marisel llegó al trote, desbaratada con un bebe de un año a cuesta y del hombro un bolso blanco repercudido. Agitada subió los cinco escalones. Sus pómulos estaban morados en su piel morocha. A pesar que la mañana estaba fresca ella estaba de musculosa de delgados breteles, calzas negras largas y sandalias marrones con plataforma. Su pelo alborotado, ondeado, que como pudo acomodó con ganchos invisibles. El bebé lloraba y a pesar que lo amacaba en entre sus brazos, no paraba de llorisquear. 

Llegó el tren, subió entre todas las miradas inquisidoras  de los pasajeros. Un hombre le cedió el asiento. Se acomodó, sacó su pecho para amamantarlo, pero el niño seguía llorando, no tenía leche en sus pezones. De su bolso sacó una mamadera con mate cocido tibia y desesperadamente el bebé comenzó a chupar la tetina quedándose dormido. 

El viaje en tren hasta Plaza Constitución duró como es habitual 25 minutos. Marisel miraba por la ventana, buscaba evadir la mirada de la señoras embadurnadas en cremas y maquillajes espesos. Las empleadas de oficina que la observaban con desprecio  detrás anteojos espejados y auriculares puestos. Los hombres en cambio, la miraban con cierta  morbosidad; su escote y su rostro joven. Cuando el tren entró a la terminal, se detuvo, abrió sus puertas y esperó a que bajen como ganado la gran parte de los pasajeros. Ella aún se sentía extenuada. Su cuerpo demandaba descanso, pero sabía que el día recién comenzaba. Colgó el bolso del hombro y caminó hasta llegar al Hall central. Miraba la gente pasar de un lado a otro, se sentía aturdida por los vendedores ambulantes, la gente hablando por celulares, otros a los gritos, un punga que corría con el bolso recién arrebatado en dirección a la salida de la autopista. La mujer robada lloraba al policía que no hacía nada, más que tomar nota en una libreta. Marisel bajó por las escaleras mecánicas al Hall cercano a las boleterías del subte y allí vió al grupo de mujeres. Todas de diferentes edades. Una de veinticinco, dos que parecen de treinta y pico y dos señoras mayores con aspecto de ancianas. Cómo le habían encomendado, se acercó y preguntó quién era María. La treintañera la miró dejando de hablar con una de las otras.

-Perdón, que atrevidas que somos. – dijo con una sonrisa de labios resecos y cuarteados – che, a ver, la chica pregunta por María…

Del otro lados del grupo, la mujer que aparentaba más edad terminaba de arrancar un Pedazo de pan de adentro de una bolsa y lo masticaba mientras salpicaba de migas y pedazos de pan que iban cayendo de su boca atorada.

-Perdón, ayer no cené y hoy apenas me levanté. ni mate tomé, apenas agarré un pedazo de filé de merluza que tenía en la heladera y me la manduqué.

-soy la hija de doña Elvira, me dijo que debía dejárselo a usted….

La mujer se le acercó a pasos rengos de cadera destartalada, con los hombros llenos de caspa y mejillas con rosácea, en pollera hasta la rodilla y alpargatas con el dedo afuera y sus piernas llenas de várices violetas de gran diámetro. Con su mano de dedos estirados largos y deformes acarició el mentón del bebé. Y lo tomó en sus brazos.

-Te dijo tu madre cómo es esto??

– Si a más tardar a las 6 lo paso a buscar y le cobró 300 pesos. Acá le dejo el bolso con sus cosas, por si tiene que cambiarlo.

La joven se fue perdiéndose entre los transeúntes por el pasillo al subte. María envolvió al bebé en una bata de lana amarilla. Sacó de su bolso una lata de leche nido vacía con una etiqueta escrita a manos que dicía «una ayuda por favor», caminó hasta la boletería más cercana, y se paró al lado de la ventanilla a pedir monedas a la gente con el niño en brazo. 

Marisel llegó a Plaza Miserere. El sol le daba de lleno a los ojos, frunciendo el rostro, mientras subió las escaleras. Afuera un viento fuerte la hacía tiritar. Caminó por la calle Catamarca ante la mirada de las dominicanas que hacían parada en el piletón del centro de la plaza. Saludó al paraguayo de la esquina que vende chipa, atravesó la entrada de la terminal de micros, recibiendo de los colectiveros, palabrotas y silbidos al pasar, hasta  que llegó al extremo de la esquina Alsina, donde un trans de lo lejos le gritó que se vaya para la otra esquina, que esa era parada exclusiva de travestis, donde no sólo se prostituyen con clientes al paso, sino que también se dedican a la venta de merca. Por medio de señas, le dijo que iba al kiosco, compró una lata de medio litro de Brahma y se fue a la otra cuadra donde el sol tibio pegaba de lleno y le daba  algo de calor en el mediodía frío.

Abrió la lata haciendo el ruido a gas, brotando algo de espuma por el agujero. Apoyó su boca alcanzando a darle dos sorbos, cuando un hombre de casi setenta años  de mediana estatura, calvo y de bigotes delgado, canoso con voz temblorosa le preguntó si estaba disponible. Ella lo miró mientras sentía el frío interior del recorrido de la cerveza helada que hasta su estómago. Asintió con la cabeza. 

-Si. Son 400 pesos -dijo ella.

-Vamos…- dijo a secas el hombre.

– Sígame… 

Ella empezó a caminar tres pasos adelantados a hasta la puerta del hotel que estaba a media cuadra. Pidió la habitación y lo llevó hasta el primer piso. Adentro, el hombre se sentó en la cama, le pidió que se acercara y la abrazó por la cintura apoyando su cabeza en su vientre mientras Marisel no supo qué hacer, hasta que comenzó acariciarle la nuca. Nunca antes un cliente había tenido esa reacción. Siempre, apenas entraban, se desvestía, la acomodaban en la pose que querían y la penetraban o le pedían sexo oral. Al hombre le temblaban sus manos y lentamente fue agarrandola de sus glúteos, luego paso sus manos entre sus muslos, hasta que se encontró con su mirada fija.

-Besame – le dijo el anciano

Ella se agachó sobre él y comenzó a besarlo metiendole la lengua dentro de su boca tiesa que solo apenas sacaba su lengua buscando la de ella. Estaba nervioso, tembloroso, bajó el cierre y llevó la mano de Marisel para que la metiera adentro de la bragueta. Comenzó a masturbarlo un buen tiempo pero al hombre no se le endurecía. Se arrodilló en el suelo terminó desabrochando  el cinto y el botón para comenzar a chupársela. El anciano estaba molesto e incómodo. Como no alcanzaba a excitarlo,  se puso de pie se quitó las sandalias, la calza y la remera. Se colocó dándole la espalda, para que viera su culo mientras se desabrochaba el corpiño, se sentó sobre él y comenzó a frotarse en él, hasta que el hombre comenzó a pellizcarle  los pezones, la corrió al costado de la cama volteándola poniéndola en cuatro y la penetró. Marisel apoyó la cabeza sobre la almohada esperando a que acabara, mientras él en cambio, jadeaba con respiración cortante entre movimientos lentos, terminando en pocos minutos cayendo rendido, extenuado, desparramado en la cama. Marisel se sentó, fue hasta el baño, abrió la canilla de la pileta y se echó agua con la mano en sus partes íntimas para después secarse con una toalla y comenzó a vestirse. En cambio él tardó en reponerse y con movimientos retardados, se calzó los pantalones, luego le pidió a ella que le ayudara con los zapatos, y mientras ataba los cordones, el hombre con la voz entrecortada de fatiga, le dió las gracias. Ella frunció la cejas, jamás un cliente después de acabar le había dirigido la palabra, sólo pagaban y se retiraban, mucho menos dar las gracias.

-No hay nada como estar con una jovencita… contagias energía, estuvo espléndido -dijo el mientras ella revoleaba los ojos – tu juventud hizo lo que creo que ya era imposible para mi edad. Hacía tiempo que no cogía de esa forma.

Marisel lo miró sin decir nada, tomó el dinero y volvió a la esquina. Buscó la lata de cerveza que había dejado en un rincón, ya sin gas, se la tomó igual, se metió un chicle en la boca y encendió un cigarrillo mientras miraba pasar los autos. Algunos bajaban los vidrios polarizados deteniendo el auto solo para mirarla y decirle cosas que ella ignoraba. Ella estaba pensando en su madre, que hacía una semana que no aparecía, después de que conoció un hombre y se fue sin decir a donde, ni llamó para decir cómo se encontraba. La noche que dejó la casa, antes, habló con ella, le pidió que cuidara de Kevin, que le diera de comer de noche y le dio instrucciones a quien debía dejárselo como forma de alquiler para mendigar en la estación de tren, el único sustento económico. En ese instante, un hombre alto desgarbado se le apareció por la espalda, con voz tímida le preguntó de cuánto tiempo era el turno, dijo una hora, el sujeto mirando para ambos lados, perseguido, le dijo que quería irse con ella.

Dentro de la habitación el hombre sacó un nevado, lo encendió y mientras le pidió que se desvistiera, desnudos comenzaron a fumar al mismo que acostados de frente cogieron brutalmente, ella con sus piernas colgando de los hombros de él. Cogían y fumaban inundando la habitacion del olor intenso de marihuana y sexo. Los dos jadearon, rieron, se besaron y se abrazaron en un orgasmo intenso hasta caer rendidos en la cama deshecha. Uno al lado del otro, los dos mirando el cielorraso por media hora sin decirse nada. No hablaron, solo reían y se tomaron de la mano. Marisel no podía entender como en tantos años y con tantos hombres, jamás antes había sentido lo de aquella tarde. En su mente se preguntaba; porqué no podía sentir lo mismo con un hombre que en serio pueda estar en su vida. Por qué no poder sentir las mismas cosas con su pareja, por quien solo sentía rechazo y dia a dia se cuestionaba porque seguía. Los “porque” daban vuelta en su cabeza sin explicación, sin respuestas. 

De repente volvió a caer en la cuenta en cámara lenta, que el momento idílico se desvanecía. Sin levantar la cabeza de la almohada, aun tapada con la sábanas, vio cómo el hombre dejaba el dinero sobre la mesa de luz y se despedía con un simple chau. Lloró a solas resignada pensado que jamás encontraría un hombre noble que la ame por su condición de puta. Se vistió, secó sus lágrimas, pasó a buscar al hermano y se fue  hasta su casa. 

Al llegar al barrio, un asentamiento de casillas de chapa, una pegada al lado de otra,  donde se accedía por pasillos angostos. Con chicos jugando y corriendo por todos los recovecos. Iba caminando y por cada paso sabía que se acercaba a otra realidad que le generaba hartazgo . Sentía impotencia y resignación. Apenas puso la mano en el picaporte, de adentro se escuchaban risotadas y carcajadas. cinco hombres todos sentados alrededor de la mesa bebiendo cerveza y jugando al truco con su marido. Se sintió un ente, ninguno se percató de su presencia, sólo Julian, que le hizo señas con la mano para que se acercara, mientras él permanecía sentado, con una mano tres barajas, en sus labios el cigarrillo consumiéndose y con la otra, la abrazó por la cintura. Comenzó a presumir lo hermosa que era mujer a sus amigos, con palmaditas en las nalgas. Marisel no podía disimular su rostro de cansancio y enojo. Le dijo que iba a poner al bebé en la cuna, cuando se generó un alboroto por un “falta envido”. Kevin se sobresaltó y se largó a llorar. Ella lo llevó al cuarto, lo acostó y comenzó acariciar su cabeza para calmarlo, mientras se escuchaba a viva voz lo que hablaban. El partido de truco había terminado y estaban planeando ir a la esquina a seguir bebiendo.     

Julián, borracho entró al cuarto. Eruptó fuerte, mientras se sostenía tambaleante, del marco de la puerta. Agitando los brazo, le pidió que le diera plata. Discutieron porque ella solo le quiso dar 100 pesos, hasta que le arrebató violentamente todo el dinero. La agarro fuerte de la cara.

-¡Qué te pasa hija de la gran puta! Vo` a mi me haces caso… la concha de tu madre.

Ella se quedó inmóvil, no era la primera vez que Julián se ponía agresivo, pero lo era aún más, cuando estaba tomado. Se quedaron mirando fijamente hasta que ella agachó la mirada. El la empujó sobre la cama, la dió vuelta con fuerza, le bajó de un tirón la calza y la bombacha, bajó su pantalón de Jogging hasta mitad de pierna y la penetró con fuerza. Ella sólo quejó de dolor.

-Dale puta, grita…. grita como gritas con tus clientes… – decia el mientras le daba nalgadas cada vez más fuerte hasta dejarla colorada.

Ella seguía inerte, con los ojos húmedos.

-Quiero que grites, que mis amigos escuchen como grita mi mujer, que sepan como me la cojo.

Fingió sus jadeos y gemidos que traspasaran las paredes de machimbre, para que la pesadilla terminara de una vez. Julián se levantó el pantalón y riéndose se fue con los amigos.  Marisel quedó acostada boca abajo, con sus mejillas inundadas de lágrimas, mientras miraba la cuna, con Kevin que también lloraba despierto de hambre.