Casi como una tradición o ceremonia familiar, desde que los hermanos Gómez tenían uso de razón, sabían que el domingo, como un hecho sagrado, a media mañana, era el momento de recibir la visita de la tía Ana, que sin saber porqué, y sin importar la distancias, ha vivido en Morón, Hurlingham, Guernica o en el centro de Temperley, ella puntualmente no faltaba por nada del mundo, solo raras y justificadas excepciones como la vez que al tío le agarró neumonía y casi se va para el otro lado y la vez que a Nadia, la prima de ellos, le dio meningitis y estuvo internada por meses. Llueve, truene, caigan maíces del cielo o un sol galopante de verano, ella siempre aparecía, golpeando las manos detrás del tejido de alambrado que dividía el jardín de la casa con la vereda de pastos alto y zanjón, incubadora de larvas de mosquitos, donde varias veces, le pifio y metió la pierna hasta la rodilla.

La tía Ana sobresalía entre todas las de la familia, era la única mujer gorda. Era inmensa por donde se la mirara y más si se la comparaba con Esther su hermana y madre de los mellizos Gómez que era un palo de escoba vestido.

 Ana era exuberante.  De una voz aguda insoportable, además que hablaba por doquier y de cualquier cosa, nunca se le agotaban los temas y si no le venía a la mente nada nuevo, volvía a temas recurrentes, por más que ya los haya dicho unas horas atrás. Sus manos y tobillos estaban siempre hinchados, le echaba la culpa a su retención de líquidos y al calor, no se reconocía como una mujer obesa. 

Cada visita se aparecía con un kilo de masas finas o sánguches de miga para desayunar con su hermana a quien sacaba de su rutina de pan con manteca semanal. Su tez blanca, piernas gruesas y firmes. Su trasero inmenso y desproporcionado que ella llamaba atributo que la naturaleza le dio. No había vez que no se llenara la boca de anécdotas cuando sale hacer mandados revoleando sus caderas de un lado a otro, robando suspiros y piropos a los hombres del barrio. Esther solo la escuchaba y chupaba el mate . Su escote voluminoso, de donde sus grandes tetas parecían a punto de explotar, contenidas, aprisionadas en un corpiño especial. 

Los Gómez que ya estaban entrando en la pubertad, pero no salían de sus casas y no conocían chicas de su edad, muchas veces, miraban a su tía con otros ojos. Si bien eran mellizos, había uno de ellos, que parecía más grande que el otro, tanto por su contextura física como por comportamiento, se llamaba Martín. Los dos en vez de cerebro tenían alcornoque, dijo más de una vez su finado padre,  incluso el más menudo, Hernán, con sus estrenados catorce años, aún jugaba con palitos de madera, como si se tratarán de soldaditos, mientras que el otro andaba con la mano en el bolsillo disimulando su toqueteo compulsivo. Más de una vez encerrado en el baño, imaginándose a la tía desnuda, chupando sus pezones inmensos fue sorprendido por sus padres, con sus manos pegajosas. 

Los domingos fueron pasando, los meses y los años. Los Gómez habían cumplido dieciséis años y no maduraron  jamás. A Hernán cada tanto había que avisarle que  se le caían los mocos, para que se los limpie.  Los dos siempre andaban juntos de un lado a otro. Eran mellizos rubios, flacos esqueléticos. No importaba de que uno hablara, el otro reía. Si alguno se lastimaba el otro reía. Don José el almacenero del barrio decía que esos pibes no vinieron al mundo de forma normal, nacieron del culo. 

Una noche de sábado, Martín, el de contextura más grande, se quedó viendo Hollywood en castellano en canal 11, una película que lo había fascinado. Estuvo casi dos horas estupefacto, asombrado. Una invasión  alienígena con formas de insectos gigantes. Ni más ni menos que cucarachas doradas, asquerosas como las normales pero del tamaño de una persona.  Caminaban por las calles comiendo todo humano que se les cruzará. 

Los alienígenas no llegaban del cielo en platillos voladores, se mantenía en el espacio gravitando, abrían sus compuertas y dejaban caer una especie de semillas que para los terrícolas era una sospechosa lluvia de granizo de color rosada viscosa alucinante, Todos los transeúntes quedaban estupefactos mirando el cielo con la boca abierta, sin darse cuenta que los ingerían, eran huevos a punto de eclosionar, que se engendraban dentro de sus cuerpos, para luego reventar en un capullo de carne. 

El protagonista en un Texas distópico descubrió,  que aquellos que tenían dentro de sus cuerpos a estos insectos alienígenas cambiaban su forma de ser, se volvían más repulsivos hacia el resto de los humanos, y con hambre insaciable. Y la única manera que había de aniquilarlos era tumbarlos al suelo y cuando estaban a punto de resquebrajarse, había que cortarles la cabeza, por lo que a fuerza de hachazos y un revólver disparando a la sien, en un batalla épica libró a la tierra de una población intergaláctica que prometía quedarse con el planeta.

El mayor de los Mellizos Gómez, esa noche no había podido pegar un ojo. Varias veces cacheteó a su hermano para despertarlo y poder contarle lo que había visto, pero Hernán no despertaba de su sueño profundo con su cabeza hundida en la delgada almohada viscosa del lamparón de baba que cada noche dejaba. 

A la mañana siguiente, agotado del insomnio y completamente transpirado del calor del fuerte sol de verano que calentaba sobre el techo de chapa, no tuvo más remedio que levantarse para orinar y sin siquiera sacarse las lagañas, se fue a la cocina a buscar un vaso de leche, encontrándose con la tía Ana, que ya estaba despatarrada a sus anchas   sentada en la punta de la mesa, abriendo el paquete de masas finas. Por unos segundos dejó de hacer lo que estaba haciendo, levantó la mirada por sobre sus lentes que acaparaban gran parte de su rostro, y con su sonrisa gorda que engrosaba aún más sus mejillas, ordenó a su sobrino saludarla indicando un beso en cada moflete y otro en la frente. Él la miró con repulsión, mientras se despertaba debajo de su calzoncillo blanco percudido de elásticos vencidos. Su estómago también se quejaba, sabía que si quería comer, debía acercarse y hacer lo que Ana con sus labios en forma de pico esperaba con los ojos cerrados. Se acercó con resquemor. Comenzó por darle el beso en la frente mojada, mientras su mirada inevitablemente se perdía en el lunar que aparecía tímidamente en la zanja de las tetas. Martin se esforzó en cerrar los ojos y frenar esa vorágine de imágenes que lo llamaban a encerrarse en el baño. Luego le dio en uno de los cachetes y cuando  movió su cabeza para darle del otro lado, apreció en primer plano el lunar negro sobre el mentón con tres pelos que sujetaban restos de crema pastelera, le produjo asco, pro primera vez tuvo asco en su vida. Ana lo miró seria, y le dijo que si seguía con ese comportamiento tan maleducado y no la saludaba como corresponde, como le enseñó desde chiquito, la próxima vez iba a ser con un piquito en la boca como cuando era bebé.  

Martín salió espantado sin darse cuenta que cerca de la puerta venía caminando su hermano. Se lo topó, casi cayendo los dos al suelo. Lo agarró de los hombros y le pidió que no vaya para la cocina y que lo acompañara. Hernán lo miró y le sonrió con su mirada vaga y sus labios manchados de saliva reseca. No reaccionó, se lo llevó casi a la rastra del brazo. Afuera en el patio, lo volvió a zamarrear y le dijo que la que estaba sentada en la cocina no era la tía, era un alienígena y le contó sobre la película que había visto por la noche. 

El hermano seguía mirándolo detenidamente mientras moqueaba y se limpiaba con su antebrazo. No lograba entender. Hasta que lo tomó de la mano, salieron al fondo de la casa, se metieron en el galpón, tomaron un maza y un serrucho. 

El menor aún no entendía lo que su hermano pretendía. Lo cacheteó y le dijo «tenemos que matarla por el bien de la humanidad. Tenemos que hacerlo antes de que llegue mamá de los mandados».

Caminaron hasta dentro de la cocina y mientras la tía se atragantaba con un sándwich de miga de morrón rojo,  los retaba, salpicando sobre la mesa.

-Son unos mocosos insolentes, mal educados. Mi hermana no supo enseñarles respeto – y se llevaba un bocado con dulce de leche. 

Los dos hermanos se fueron por detrás y el más alto, alzó la masa y de un golpe certero, le partió el cráneo en dos. Los anteojos de la tía gorda salieron escupidos a dos metros resbalando en el suelo, hasta la arcada del comedor. Ana cayó desplomada al suelo con los ojos abiertos como una vaca a punto de ser carneada.  Parecía que respiraba en el sangrando que brotaba en burbujas en la boca. De su nariz y oídos comenzó a correr, un charco oscuro. El más alto se paró con sus piernas de cada lado de la cabeza y volvió a arremeter con la maza hasta desfigurarla y dejar pedazos de sesos por todo el suelo. Mientras se limpiaba la sangre de su cara, ordenó a su hermano a fraccionarla con el serrucho carpintero en pequeños trozos para que quepan en el agujero del respiradero del pozo ciego. 

Cuando estaban por terminar de tirar el último trozo del cuerpo de la tía, sienten que se abre la puerta, Esther volvía con el chango de los mandados repleto de verdura con hojas de acelga que escapaban de las bolsas. La mujer quedó atónita ante el escenario. El suelo repleto de sangre, sus dos hijos completamente embadurnados de pies a cabeza, apenas se distinguían lo blanco de sus ojos. Martín, aún tenía en sus manos un pedazo de vísceras.

La madre se les acercó a los dos, se agachó poniéndose en cuclillas y los abrazó por la cintura, mientras los dos apoyaron sus cabezas sobre sus hombros.

– Los amo hijos… – dijo ella en tono sereno y amoroso

Mientras el más petiso de los mellizos por fin habló.

– Nunca vi la cucaracha gigante dentro de la tía.