El sol anaranjado del amanecer brotaba en el horizonte detrás de las vías del ferrocarril a Mar del Plata. Rolando hacía tiempo que estaba despierto preparando su mercadería para llevar a sus clientes en el último día del año. Rociaba las plantas de lechuga, sacaba brillo a las manzanas con franela, acomodaba en los cajones las bananas y las hortalizas que luego cargaba en la parte trasera de su furgoneta Volkswagen modelo hippie totalmente destartalada de principios de los ochenta. Su trabajo era sistemático, siempre de la misma manera como cuando lo hacía con su finada madre, que había muerto hace dos años por un estrangulamiento de una hernia abdominal.

Rolando estaba solo en el mundo pero se había acostumbrado. Era de hablar poco y era inexpresivo. Parecía no poder controlar su enorme cuerpo de dos metros de estatura, de hombros caídos y espalda encorvada con los brazos sueltos como un mono. Ya con cuarenta años nadie lo molestaba, todos lo saludaban al pasar como un vecino más y el siempre respondía sacando el brazo por la ventanilla y riéndose con una carcajada pavota. Muy distinto había sido su niñez, hasta que abandonó el colegio en sexto grado, por decisión de la madre que no soportaba que sea él tiro al blanco de cada cargada. Lo llamaban Morocco por el personaje animado que tenía los mismo antejos redondos y gruesos. Casi todo el curso lo molestaba, lo fastidiaba, lo tenían de punto, No había día que no le pegaran un le chicle en el pelo, cuando no algún escupitajo.

Se subió a la camioneta que carraspeaba y a paso lento llegó al barrio donde todas las mañanas comenzaba con su venta ambulante. Un barrio de pocos habitantes con viviendas abandonadas donde solo siete familias (los Gomez, los Panzotti, los Perez, los Manzo y los Herrera, los más numerosos con dos viviendas) eran los que vivían permanentemente. El lugar era desolador, casas precarias y humildes de madera y chapa, donde el padre de familia, si no era albañil, trabajaba para recibir alguna ayuda social del municipio. Las madres eran amas de casa o trabajaban por hora en alguna casa de Country como sirvientas. Los niños eran los únicos que solían andar bajo el sol de mediodía en la calle o en alguno de los tantos terrenos baldíos, trepando árboles o jugando entre ellos mismos, algún juego infantil. Todos se conocían entre si. El resto del barrio El tranquilo se completaba con una pequeña fábrica clandestina de azufre y un depósito de garrafas.

Rolando dejó la ruta que hervía, entrando por la calle de tierra principal. Esquivó todos los pozos de un mejorado con cascotes y pedregullos y a paso de hombre, la camioneta levantó una nube de polvareda que iba dejando atrás. Esa mañana no fue igual a todas. Nadie se asomaba ni siquiera a las ventanas, a pesar que tocó la bocina más de lo corriente, nadie salió a la calle por sus ofertas festivas, ni siquiera se cruzó con los otros vendedores; el pescador que andaba a carro tirado por dos caballos desnutridos mientras gritaba por alto parlantes la oferta del filet y el lenguado. Tampoco se lo vió al panadero que repartía en su Fiat 125 negro, ni al quinielero que daba a conocer su presencia tocando una corneta, aunque no le hacía falta porque su fisonomía y su presencia no pasaban desapercibido; alto desgarbado con broches en cada una de las botamangas de su pantalón, camisa leñadora a pesar del calor, andaba en una bicicleta anticuada con cucharitas de helado incrustados entre los rayos de sus rodados.

Recorrió cada una de las calles entre zanjones y pastizales secos y nadie se veía a la vista. Solo unos perros echados a la sombra y una vaca a la distancia que pastoreaba. Estacionó su camioneta debajo del primer árbol que encontró, un sauce llorón que llegaban sus hojas hasta el agua de la zanja.

Algunas gallinas picoteaban en el suelo. Pero nadie, absolutamente ninguna persona daba signos de vida. No se oían voces y si no era por los zumbidos de los tábanos, el lugar se encontraba en completo silencio. Inmediatamente extrañó la presencia de Carola, una adolescente casi mujer de la cual estaba perdidamente enamorado platónicamente. Era la hija mayor de los Gómez, y era quien se encargaba de cuidar a sus hermanos. Rolando enfocó su mirada a la puerta de la casa de ella e imaginariamente la vio salir con musculosa blanca con un bretel caído, y sus pequeños pechos marcados en la tela. Con un short de jeans gastado, con su piel morena y el pelo negro atado a la nuca como cola de caballo. Ella siempre le sonreía y el sentía caerse de rodillas frente a ella. Adoraba su sonrisa blanca y su voz suave y aliento dulzón como el melón. De pronto su mente volvió a la realidad y se vio tentado de saber que era lo que estaba pasando. Bajó de la camioneta dando un portazo, tomó del suelo una pequeña rama seca que se llevó a la boca, fregó los lentes en su remera desteñida y llegó hasta el alambrado. Golpeó las manos y esperó unos segundos. Como nadie salió, volvió a golpear dos, tres y hasta cinco veces. Levantó la traba de una improvisada tranquera y se acercó hasta la puerta que estaba sin candado, sin cadena y entreabierta.

Rascó su cabeza y lentamente con los dedos apoyados en la puerta la abrió de par en par. Un olor nauseabundo impregnó sus fosas nasales. Olor a podrido, a carne en descomposición. Todo olía a muerte. Cuando intentó dar un paso adentro, se topó con el cadáver de Carola tendido en el suelo. Su piel morena era pálida, sus labios resecos y resquebrajados, sus uñas amarillas y sus ojos negros abiertos parecían mirarlo fijamente. Pasó por encima del cuerpo y en una silla, el padre, barrigón yacía con la cabeza sobre la mesa. Su rostro estaba morado y de adentro de su boca salían diminutas larvas y moscas que se unían en el vuelo al centenar de insectos que colonizaban la casa. Los niños acostados en sus camas también estaban sin vida con sus cuerpos en posición fetal, tomándose con ambas manos sus estómagos. Rolando se detuvo mirando al detalle cada rincón de la vivienda y sin nada que hacer salió, pero antes se detuvo ante Carola acariciando su cabeza dándole el adiós.

Parecía intrigado, quiso saber del resto de las familias y entró a cada una de las casas viendo que la escena se repetía constantemente. Se subió a la camioneta y así como había llegado, puso en marcha el motor y se fue hasta su casa. Al llegar tomó una lata de cerveza bien fría y se fue hasta el patio a sentarse en una mecedora. Bebía sorbos mientras los recuerdos de su infancia venían a su cabeza. Su padre golpeando a su madre. / La noche que él los abandonó con un portazo en plena noche de luna llena / La sonrisa de Carola / Las enseñanzas de su madre/ y la frase que tantas veces le repitió, incluso hasta el día de su muerte “no te dejes llevar por los demás, hay que ser auténtico y para eso hay que hacer algo inusual y con perseverancia.”

Inmediatamente recapituló su última semana. Las madrugadas en el Mercado Central seleccionando las mejores frutas y verduras / Inyectando con una fina aguja cianuro en las manzanas, bananas y naranjas / Rociando las hortalizas con pesticidas y las hortalizas con estiércol y abono químico.

Con el último sorbo haciendo un buche de cerveza se fue a dormir la siesta al dormitorio de su madre, una habitación húmeda que olía a encierro, las mesas de luz con velas derretidas, con la cama polvorienta y la cortina agitada por la suave brisa de diciembre. Durmió hasta el atardecer, se levantó, en silencio y petrificado esperó hasta que el reloj de pared marcara las doce de la noche.

Descorchó una botella de sidra y sirvió dos copas. Una la dejó sobre uno de los estantes del aparador y la otra la tomó entre sus dedos alzándola en el aire, para luego beberla de un saque.

Por la ventana podía ver el resplandor de los fuegos artificiales del cielo lejano del pueblo más cercano. La oscuridad estaba estrellada con la luna menguando. La copa que permanecía llena sobre el aparador, estaba justo al lado del pequeño cajón que contenía las cenizas del cuerpo de su madre, que el mismo había cremado por partes, en el horno de barro donde los fines de año anteriores solían cocinar lechones.